Conflictos olvidados
Desde tiempo atrás se repite, con encomiable pundonor, que son muchos los conflictos olvidados que jalonan el planeta. Si nada hay que oponer a tal afirmación, cargada de buen sentido, hora es ésta de subrayar que el recordatorio en cuestión ha empezado a convertirse en un lugar común que, como tantos, se puede soslayar sin mayor quebranto. De la misma suerte que nos hemos acostumbrado a escuchar, imperturbables, las cifras que dan cuenta del vigor ingente del hambre en el mundo que habitamos, hemos acabado por asumir, sin pestañear y mal arropando nuestra presunta mala conciencia, que hay conflictos de primera, de segunda y de tercera clase.
Si los hechos son así, habrá que agregar que sobran las razones para argüir que, al cabo, todos los conflictos son objeto de olvido entre nosotros. También Irak y Palestina hace tiempo que escaparon, pese a las apariencias, de nuestra atención. Un colega palestino señalaba hace unos meses que entre las tragedias que su pueblo debía encarar no era, paradójicamente, la menor la de estar en el foco de atención de tantos medios de comunicación: aunque -aducía- con certeza había comunidades humanas que atravesaban situaciones peores, los palestinos bien podían acogerse a la desesperante conclusión de que la inflación de información que generaban en nada había servido para aliviar su situación.
Dejemos de lado, con todo, nuestras cautelas y pongámonos a la tarea de adelantar algunas explicaciones de por qué unos conflictos suscitan interés en tanto otros, en cambio, quedan en el olvido. La primera, obvia, recuerda que entre los primeros se hallan aquellos que, en virtud del relieve geoestratégico y geoeconómico de las regiones afectadas, han atraído de siempre la codicia de las grandes potencias. Recurramos al ejemplo mayor: allí donde Estados Unidos está presente de forma manifiesta, el conflicto en cuestión arrastra, por razones fáciles de entender, nuestra atención. Es verdad, aun así, que lo que tenemos entre manos asume a menudo formas singulares: no faltan quienes sólo se sienten atraídos por los conflictos en los cuales EE UU está inmerso de manera rotunda (en el buen entendido, eso sí, de que no faltan quienes aprecian la mano negra de Washington por detrás de casi todo, y en particular de tramadas estrategias de desestabilización de potencias rivales).
Un trasunto, no siempre marginal, de lo anterior lo proporciona el general aturdimiento que padecen nuestras opiniones públicas. Ahí está, para ilustrarlo, el tenaz desinterés con que entre nosotros se obsequia a la guerra afgana de estas horas, artificialmente convertida en un conflicto de textura muy diferente de la que exhiben los hechos iraquíes de los últimos años. Las secuelas emocionales de los atentados del 11 de septiembre de 2001 siguen pesando lo suyo, y a su amparo son muchos los que sostienen, impertérritos, que uno y otro escenario en nada se parecen. Como si no compartiesen una misma trama geoestratégica y geoeconómica, no exhibiesen similares antecedentes en materia de apoyo norteamericano a quienes luego se convirtieron en enemigos acérrimos, no mostrasen alarmantes semejanzas en cuanto a represión y violación de derechos, no diesen rienda suelta a genuinas farsas democráticas y, en suma, no revelasen lo que la legalidad internacional es a los ojos de los dirigentes de la principal potencia del globo.
Otra categoría de interés la aportan los conflictos que, en el candelero en su momento, han ido cayendo en el olvido con el paso del tiempo. Ello es así hasta el punto de que, cuando se intuye que reaparecen en nuestra atención, lo que se adivina por detrás no es sino la enésima operación ocultatoria. En julio celebramos ritualmente el décimo aniversario de la matanza de Srebrenica, en Bosnia, y, como era de esperar, nadie faltó a la cita de un recordatorio insorteable: el de que Radovan Karadzic y Ratko Mladic siguen campando por sus respetos. Apenas se escucharon, en cambio, voces que subrayasen el atolladero en que se halla inmerso el país de los hechos, un artificial castillo de naipes en el que apenas se ha avanzado en la reconstrucción de la vida multiétnica, las viejas élites lo controlan casi todo y la ayuda foránea ha ido menguando de manera dramática. Pareciera como si los nombres de Karadzic y Mladic, a más de dar rienda suelta, de nuevo, a nuestra mala conciencia, sirviesen para tapar el desinterés por la tragedia de fondo.
Lo de Bosnia viene como anillo al dedo para enunciar una llamativa ley de aliento geográfico: nuestro interés por los conflictos recula cuanto más hacia el este y más hacia el sur se registran éstos. Si Bosnia levantó mucha atención, Chechenia -dos mil kilómetros hacia Oriente- apenas se ha llevado primeras planas, en tanto nadie recuerda que la república ex soviética de Tayikistán, otro par de millares de kilómetros hacia el Este, fue escenario de una sangrienta guerra civil entre 1992 y 1997. Para explicar nuestro palmario olvido de otra guerra civil, la argelina, acaso conviene apuntar que la existencia de un mar que -según dicen- separa culturas y civilizaciones parece eximirnos de cualquier deber de seguimiento puntilloso: si un sinfín de veces escuchamos que lo que ocurría en Sarajevo era lamentable por cuanto la capital bosnia se hallaba a menos de una hora de avión de Roma, pocos -de nuevo- han sido los que han tenido a bien señalar que Argel se encuentra a menos de una hora de avión de Madrid. Aunque, y para decirlo todo, el de Argelia es un conflicto de primera clase si lo comparamos con los que se manifiestan en un África subsahariana siempre en la más radical de las penumbras. Tiene uno derecho a sugerir que las preferencias que ahora nos interesan alguna relación guardan con atavismos mentales no exentos de xenofobia.
De un tiempo a esta parte, y en suma, se registra por estos pagos, de la mano de nuestro singularísimo y ultramontano discurso neoconservador, una franca invitación a desentenderse de los conflictos concretos, amparada en la paralela aseveración de que es tan inmoral como innecesario escarbar en aquéllos para entender lo que ha dado en llamarse terrorismo internacional. Si ya tenemos una explicación cabal de casi todo, Al Qaeda, a qué prestarle oídos a lo que ocurre en Cachemira, en Chechenia, en el Kurdistán, en Palestina o en el Sáhara Occidental. Al razonamiento consiguiente no se le puede negar una apreciable ventaja: en un magma en el que se dan cita el designio de reírle las gracias a gobiernos impresentables, la entronización obscena de fórmulas de doble rasero, la afirmación inopinada de que el terrorismo debe encararse en exclusiva en virtud de fórmulas policial-militares y la cerril oposición a cualquier ejercicio de asignación de responsabilidades a las potencias occidentales, las monsergas que nos ocupan ahorran tiempo y quebraderos de cabeza. Semejante estratagema argumental parece haberse salido con la suya, por lo demás, a la hora de rescatar el nombre de los conflictos sólo cuando estos últimos quedan anegados tras el impacto de actos de terror como el registrado un año atrás en Beslán.
Es difícil escapar de una observación final: para dar cuenta de nuestro general desdén por estas cosas hay que poner el dedo en la llaga, sangrante, de muchos medios de incomunicación que, tras primar el espectáculo, hurgar en las emociones del directo y sobrevalorar el relieve que corresponde a lo que nos es más próximo -la bonhomía, al parecer congénita, de nuestros soldados-, revelan bien a las claras su nula voluntad de informar amplia, analítica, permanente y críticamente. Y hay que anotar también, claro, el peso ingente de esa realpolitik que aconseja a nuestros gobernantes darle palmaditas en el hombro -ya no se contentan, como antes, con mirar hacia otro lado- a Ariel Sharon, a Pervez Musharraf o a Vladímir Putin, y la inanidad, tantas veces, de nuestros movimientos de contestación. Todos tenemos que preguntarnos por qué la ciudadanía salió a la calle en febrero de 2003 para protestar ante la agresión que Estados Unidos preparaba en Irak y no lo hizo un año y medio antes, en cambio, cuando Washington movió sus peones en Afganistán para airear obscenamente sus intereses en la región más atribulada del planeta.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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