Los ojos del doctor T. J. Eckleburg
El búho pensativo que desde lo alto de un edificio de Diagonal esquina con paseo de Sant Joan nos observaba con sus ojos de neón, al tiempo que nos arrojaba la luz de su láser, ha sido reducido a una presencia decorativa, plana, ya es sólo un icono de notables dimensiones, característico de cierta época que ha pasado a mejor vida.
El lector recordará que el búho o el mochuelo o, en fin, esa ave noctívaga, esa lechuza, emblema de la diosa Palas Atenea, la de los ojos glaucos, o sea verdes, como la llaman en la Iliada, patrona de la sabiduría, había anunciado durante varias décadas la empresa Rótulos Roura y la anunciaba con notabilísimna eficiencia gracias al lujo de adelantos en el mercado del neón, especialmente efectivos en las horas de la noche, como es natural, porque "el búho de Minerva sólo inicia su vuelo a la hora del crepúsculo", como dijo el filósofo. A esas horas es cuando se piensa con más penetración y claridad, con la claridad verde que emanaba del búho de la diosa, del búho de Rótulos Roura. Era un anuncio luminoso formidable. Ahora el búho no mira, ni ilumina a nadie con su rayo láser. El circuito eléctrico que mediante un ingenioso mecanismo encendía y apagaba círculos concéntricos de luz, de forma que si los mirabas durante demasiado tiempo te hipnotizaba cual un profesor Fassman mecánico, ha sido desactivado. En cambio, se han dispuesto unos focos para iluminar el búho. Convertido en pieza de museo al aire libre, ya no nos mira, sino que somos nosotros los que lo miramos a él.
Tiempo atrás el Ayuntamiento emprendió una campaña para controlar y desmontar los rótulos de las azoteas, con tanto celo que las empresas que remoloneaban en el cumplimiento de la normativa se encontraron en las azoteas a la brigada de hombres araña del Ayuntamiento para desmontar las panoplias. Eran tipos agilísimos y muy diligentes en el uso del destornillador y los alicates. Así o de otra manera pasó a mejor vida el anuncio de General Óptica en Meridiana 376, que también estaba pertrechado con láser y arrojaba sobre la famosa avenida una luz propia de La guerra de los mundos. En cuanto al búho o la lechuza del paseo de Sant Joan, hará tres o cuatro años el Ayuntamiento negoció con la empresa, ésta accedió a retirar el anuncio y asegurar el mantenimiento y limpieza, y el animal fue indultado en consideración a lo mucho que le gustaba a la gente, niños y mayores; se conserva como icono emblemático pero desprovisto, como digo, de sus luces y del cartel que era su razón de ser comercial; de todas maneras, la empresa Rótulos Roura tampoco existe ya; se transformó en Roura Cevasa y se integró en la empresa multinacional ACS, propiedad de Florentino Pérez, el presidente del club de fútbol Real Madrid.
Habiendo visto con sus ojos grandes muy abiertos lo que le pasaba a otros carteles altos, y cómo a él mismo lo desenchufaban y lo reducían al anonimato, no es extraño que el búho, sobre todo de día, quiera mimetizarse con el entorno, pasar en adelante tan desapercibido como pueda, hacerse invisible.
Sin embargo, de vez en cuando uno repara en sus ojos y da un respingo. Le hacen pensar en los ojos de Dios. Ese Dios del que tantos sabios dicen que ha muerto, o que "se retira", o que permanece observándonos en silencio mientras aquí abajo nos matamos los unos a los otros, como Caín a Abel, y luego en vano quería ocultarse a la omnisciente mirada.
"Viendo silenciosos vuestras pobres vidas inquietas,/ mirando en silencio girar los planetas,/ gozamos del gélido invierno espacial". Es irremediable. Cada vez que veo el búho de Rótulos Roura farfullo aquellos versos de Los inmortales y recuerdo automáticamente El gran Gatsby, la famosa novela de Scott Fitzgerald, cuya escena decisiva -el atropello de Myrtle Wilson, la desgraciada esposa del gasolinero, por un coche conducido por la adinerada Daisy Buchanan- tiene lugar, ya hacia el final del relato, en una carretera secundaria que conduce a Nueva York. Ese paraje de Queens, nos explica el autor, es gris y deprimente, las casas parecen cubiertas de ceniza, aquí y allá suben humaredas verticales hacia el cielo, el aire está impregnado de polvo, y preside ese paisaje suburbial y degradado, poblado de siluetas de hombres grises que se mueven apagadamente, el anuncio de un oculista, el doctor T. J. Eckleburg: unos ojos inmensos, con unas gafas gigantescas posadas en una nariz inexistente. El anuncio es viejo. Hace ya tiempo que el doctor Eckleburg se marchó de aquel paraje, pero no se le ocurrió llevarse el anuncio de las gafas, y aquellas pupilas inquisitivas, de tamaño colosal, algo apagadas por las inclemencias del tiempo, "siguen meditando tristemente sobre el solemne muladar".
En la versión cinematográfica de 1974, con Robert Redford en el papel de Gatsby y Mia Farrow en el de Daisy, los ojos del doctor Eckleburg aparecen y reaparecen de forma obsesiva. Al competente guionista, Francis Ford Coppola, no se le escapaba que El gran Gatsby es una moderna tragedia, donde no podía faltar el coro, o la mirada que contempla desde fuera el desarrollo de la inevitable desgracia.
Desde luego Coppola entendió que aquellos ojos eran importantes para Scott Fitzgerald, que eran mucho más que un detalle de ambiente. Le ayudó a entenderlo este diálogo, que se desarrolla cuando el gasolinero está en estado de shock por la muerte de su esposa. Está amaneciendo y de la oscuridad de la noche emergen los ojos del doctor T. J. Eckleburg, "pálidos y enormes":
-¡Dios lo ve todo!- repitió Wilson.
-¡Si es un anuncio!- afirmó Michelis.
museosecreto@hotmail.com
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