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Columna
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Civismo

Las fronteras de Ceuta y Melilla y el Estatuto de Cataluña han protagonizado las discusiones de la semana política. Las tensiones con Marruecos y el nacionalismo catalán son asuntos que desatan con facilidad la indignación de la España cerril. Casi nunca se puede estar cívicamente a favor o en contra de una medida, de discutir con tranquilidad, de sentirse nacionalista o no nacionalista, de opinar sobre las relaciones internacionales y sobre las estrategias que al final resultan convenientes. Lo más fácil es que salten los chistes y los insultos, las descalificaciones, el desprecio a la condición natural del moro, las bromas sobre el Parlamento catalán que por abrumadora mayoría siente a Cataluña como una nación. Una nación es sólo un sentimiento, algo tan real como cambiante, porque las fronteras territoriales se hacen y se deshacen con una movilidad pasmosa. Sólo la cerrilidad parece sólida en los diversos nacionalismos que pueblan España, muy dada a las gentes con ideas firmes y con miedos inflexibles, como todos los miedos que prefieren la hiprocresía y la inmovilidad oficial a las soluciones que exigen las demandas reales. Al hilo de la discusión provocada por el texto del Estatuto, me resultó notable el nerviosismo con el que algunos comentaristas recogieron el deseo de los catalanes de sentirse nación y de integrarse como Comunidad Autónoma en el marco constitucional del Estado. No tengo en el alma un milímetro nacionalista, pero por educación cívica respeto a un Parlamento que por mayoría absolutísima declara sentirse nación. Es asunto suyo, y sólo me preocupa que sus sentimientos pretendan imponer la desigualdad o fundar privilegios económicos frente a otras comunidades. En las cuentas todos iguales, en los sentimientos cada uno con su propio corazón. Y para eso está el Parlamento español, que ya dio una lección de civismo y normalidad política al debatir el Plan Ibarretxe. Por cierto, no es el Parlamento de Madrid, vamos a recordarlo, sino de los granadinos, los valencianos, los burgaleses, los bilbaínos y los coruñeses.

Pero lo que más me ha llamado la atención en este debate son los avisos a Rodríguez Zapatero de que se está implicando demasiado en el Estatuto de Cataluña. Criticar que el Presidente del Gobierno de España se implique en la organización legal y territorial del país es todo un síntoma de la propensión a cerrar los ojos y dejar que la España oficial se aleje de la España real. Entre la cerrilidad y la hipocresía, poco a poco se abre camino la discusión cívica. Confundir el civismo con la irresponsabilidad o la falta de política supone buscar la seguridad en el autoritarismo, y creer que dos y dos son siempre cuatro, sin contar lo que añade a la suma la opinión de los catalanes sobre Cataluña, o lo que añade la miseria a los viajes desesperados de los inmigrantes. En la atmósfera de respeto que está logrando imponer Rodríguez Zapatero, me ha parecido un error utilizar a la Legión, con toda su historia, en la crisis de Ceuta. Los símbolos cuentan. No se trata de cerrar los ojos, sino de hacer política en la eficacia de los despachos y en la prudencia pública. Existen otros uniformes, otros pasados, otras fuerzas de seguridad. Pero de todo se puede discutir, con civismo, sin bromas ni insultos.

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