Un hombre
Vamos a hablar de un hombre. De uno entre los miles de millones de seres humanos que han vivido y viven en este planeta. Este individuo concreto se llamó Samuel Pepys. Era hijo de un sastre londinense y nació en 1633. Murió en 1703, tras haber desarrollado una brillante carrera de funcionario público: fue secretario del Almirantazgo y miembro del Parlamento. Era un tipo ambicioso y consiguió todo aquello que anhelaba: enriquecerse y ascender socialmente. Con todo, su biografía tiene muy poco de especial, y hoy nadie le recordaría si no fuera porque entre 1660 y 1669, es decir, en los años aún jóvenes de su despegue profesional, escribió un diario secreto que fue publicado por primera vez en el siglo XIX. Un diario tan sincero, tan vulgar y cotidiano que, leído hoy, resulta fascinante, porque es un viaje a la Inglaterra de aquella época. Y así, a través de sus ojos podemos contemplar los estragos de la peste, el incendio de Londres, las ejecuciones públicas que constituían una de las diversiones más populares del momento o los vaivenes de la moda: gorgueras, pelucas, lunares postizos. Hay una espléndida edición de estos diarios en la editorial Renacimiento.
"Samuel Pepys, un tipo ambicioso, se siente fantástico sólo porque triunfa"
Pero aparte de su inmenso valor como testimonio del siglo XVII, las anotaciones de Pepys resultan escalofriantes porque son una cruda radiografía de la vida de un hombre. De un hombre cualquiera, monumentalmente común, ni genial ni imbécil, ni demasiado malo ni, desde luego, bueno. Un hombre que triunfó en la vida pero que resulta desoladoramente mediocre. Un tipo pequeño con pequeñas miserias.
Era un buen funcionario, pero su evidente orgullo y pundonor profesional no parecen molestarle en lo más mínimo a la hora de permitirse pequeñas corrupciones: "En White Hall encontré al capitán Grove, quien me entregó una carta. Reconocí al tacto que era un regalo para agradecerme la plaza que le procuré en la flota de Tánger. Una vez llegado a la oficina la abrí, pero cuidando bien de no mirar antes de que todo el dinero hubiera caído, a fin de poder afirmar que no vi dinero en la carta, en caso de que alguien me interrogara. Había una pieza de oro y cuatro libras". En este párrafo, como en tantos otros de los diarios, resuena una veracidad desoladora. Basta con leerlo para comprender que las cosas, en efecto, tienen que ser así. Que las personas se corrompen de este modo, tan menudo y casposo, en pequeñas ventas del alma y no en grandiosos tratos con el Diablo. Y que se buscan este tipo de subterfugios para poder digerir lo indigerible: llamar regalo al soborno y creer que merecen ser regalados, o buscarse la necia y alambicada coartada de no mirar, para no tener que mentir. Con qué extraordinaria y pueril facilidad nos engañamos.
Pepys es un hombre religioso y atormentado por el pecado, pero a medida que va convirtiéndose en alguien más poderoso, su comportamiento empeora de manera visible y su conciencia se busca cada vez más subterfugios. Es un rijoso repugnante, un sobador impenitente de mujeres, y con el tiempo se va convirtiendo en un violador ("en la oficina, esta mañana, me dolía mucho el índice de la mano izquierda, a causa de la desarticulación que me produje ayer luchando con la mujer que mencioné") y aceptando sobornos en especies, es decir, acostándose con las esposas de aquellos que pretenden algún favor de él.
Además, pega a la servidumbre, y en un fragmento terrible cuenta cómo desloma a su criado niño: "Le di tantos latigazos que no pude ni moverme ( ) hasta que confesó que había bebido el suero, arrancado una amapola y, sobre todo, colocado el candelero en el piso de su habitación, cosa que negaba desde hace meses. Estoy estupefacto de que un muchacho tan joven sea capaz de soportar tales sufrimientos en el afán de sostener una mentira. Creo que deberé despedirlo. Enseguida a la cama, con el brazo muy cansado". Esto es lo peor de todo: cuando más indigno e injusto es, cuanto peor se porta, más convencido está Pepys de su propia rectitud y su valía. Se le ve crecer en pompa y autocomplacencia. Se siente fantástico, sólo porque triunfa. Y lo más inquietante es que cree que ese éxito exterior lo convierte también en un gran hombre, en alguien moralmente superior. Seguramente todos los sinvergüenzas se juzgan a sí mismos tipos estupendos.
Por otra parte, tiene sentimientos. Ama a su esposa. Se emociona hasta las lágrimas escuchando música. Es, en fin, capaz de percibir lo bello, lo trascendente, lo inmenso. Ya digo, es un hombre, con todas sus potencias y sus carencias. Eso es lo que hace más aterrador este sórdido retrato de nuestras miserias.
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