Refundar la ONU
La Organización de las Naciones Unidas es la expresión institucional de la comunidad política mundial. La única de la que, con carácter global, disponemos. Por esta razón, a pesar de sus parvos logros y sus numerosas disfunciones, el número de sus miembros no para de aumentar y se sitúa en 191, casi cuatro veces más que en su momento inicial, ya que ningún país quiere renunciar a la legitimación que dicha pertenencia representa. Creada para asegurar la paz en el mundo y hacer posible la convivencia entre los grandes bloques antagonistas -países capitalistas versus países socialistas, países desarrollados versus países en desarrollo-, su objetivo central era garantizar la seguridad internacional. La ONU apela en el momento de su constitución a los pueblos -preámbulo de la Carta-, a los Estados -capítulo III, artículos 3 y 4- y en diversos lugares a las naciones. Esta tríada se constituye en sujeto de la organización para representar conjuntamente a poblaciones, territorios, historias, culturas y gobiernos, pero de facto estos últimos acaban fagocitando a todos los demás. Naciones y pueblos quedan como soporte referencial de los Estados que se convierten en sus únicos protagonistas.
Esta contracción del sujeto a los solos gobiernos nacionales coincide, por mor de la globalización, con la emergencia de la sociedad civil mundial y del movimiento social que se encuentran sin plataforma política ni representación institucional. Pero es que, además, durante la segunda mitad del siglo XX, las guerras ya no son mayoritariamente conflictos entre Estados, sino antagonismos intraestatales, y no se limitan a enfrentamientos bélicos de ejércitos contra ejércitos. Su lugar lo han ocupado el arma atómica, los genocidios étnicos, el terrorismo y la destrucción del planeta; a los que han venido a añadirse los riesgos derivados de las agresiones sociales y societarias: las crecientes desigualdades, el hambre, el sida, las clases populares víctimas de las catástrofes naturales. Es evidente que la estructura concebida en 1945 no puede hacer frente a los desafíos de la nueva situación, por lo que hoy de lo que se trata no es de retoques sino de un cambio total, es decir, de una refundación que alumbre una nueva ONU.
¿Cuál podría ser su estructura? Las abundantes proposiciones formuladas a este respecto, y en especial las reflexiones de la investigadora Monique Chemillier-Gendreau, apuntan a una construcción en la que dos Asambleas y dos Consejos responden a la búsqueda de la representatividad y de la democracia, a la par que aspiran a conciliar la legalidad, el derecho y la justicia con la voluntad de dar respuesta a las exigencias interestatales, pero sin olvidar las interindividuales. La primera Asamblea estaría compuesta por representantes de los Estados y de los Parlamentos, estos últimos designando un número de miembros proporcional a la población de su país. La segunda Asamblea la integrarían en el 50% representantes de las grandes áreas mundiales partiendo de las organizaciones regionales ya existentes -OEA, OUA, UE, etcétera-, y el otro 50 % se reservaría para los movimientos sociales, de representación difícil pero necesaria. Las dos Asambleas trabajarían juntas según el modelo bicameral, tanto para temas políticos como económicos, sociales, militares y culturales de alcance mundial. Los textos votados serían obligatorios. Dos Consejos: uno que asumiría las acciones de prevención de carácter civil y social, y que estaría integrado por 30 miembros, la mitad elegida por la primera Asamblea y la otra mitad por la segunda; y un segundo Consejo del que formarían parte 25 miembros designados por ambas Asambleas reunidas a quien competiría la gestión de las intervenciones cuando estallase un conflicto bélico. La fusión de la Corte internacional de justicia con la Corte penal internacional y la creación de una Corte internacional de Derechos Humanos, todas de jurisdicción obligatoria, constituirían un sistema judicial simplificado y eficaz. La localización de la sede en un país del Sur -Régis Debray propone Jerusalén- significaría liberarse de una hipoteca espacial que pesa sobre la credibilidad de la organización. Este guión de trabajo requiere obviamente más reflexión y desarrollo. Pero no podemos renunciar a la ONU, una de nuestras últimas barreras defensivas.
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