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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Drácula vive

Vuelve siempre el vampiro y su dentellada, gracias hoy a La historiadora (The Historian, 2005), de Elizabeth Kostova (Connecticut, 1964). Un investigador universitario ha descubierto en Estambul que Drácula sigue vivo, y su pesquisa histórico-detectivesca lo lleva a buscar el escondite del monstruo. Entonces el investigador desaparece, y un discípulo lo busca para extraviarse también. Se cruzan tres historias, en los años treinta, cincuenta y setenta, rememoradas por una narradora que tuvo 16 años en 1972 y firma en 2008 una historia construida con cartas y otros documentos públicos y privados, además del relato en voz alta de su padre, un americano que busca por Europa a su mujer y a su maestro. Quien se acerca al Vampiro se pierde.

LA HISTORIADORA

Elizabeth Kostova

Traducción de Eduardo

G. Murillo

Umbriel. Barcelona, 2005

701 páginas. 19 euros

Los elegidos para esta maldición empiezan encontrando un viejo libro en blanco y con un dragón en la tapa. La silueta del dragón repite las líneas de un mapa hallado en Estambul, en 1930, y el mapa conduce a la tumba de Vlad Tepes, o Vlad Drakul, señor feudal de los Cárpatos, el empalador de Valaquia, asesino en masa de sus pobres súbditos y de sus enemigos turcos en el siglo XV. El plano lo roban inmediatamente los sicarios del Vampiro, escogidos en nuestro tiempo entre funcionarios, archiveros, bibliotecarios y profesores, los No Muertos (Undead), pálidos de piel, con labios de mancha de moras, según el maquillaje de Bela Lugosi en el Drácula dirigido por Tod Browning en 1931. Van por ahí con marcas de pinchazos en el cuello, y restos de costras, terribles y repulsivos, como si la sangre, además de ensuciar, envileciera. Estos servidores modernos del Vampiro tienen aspecto de espías de Eric Ambler. Son un logro.

Drácula se transforma en

destino: la vocación fatal de dos historiadores racionalistas, ateos confesos, escudados en ajos y crucifijos, porque "al mal hemos de enfrentarnos con sus propias armas". La historia real parece una alucinación: Bizancio y el Imperio otomano, la guerra cristiano-musulmana, la caída de Constantinopla en 1453, sociedades secretas como la Guardia de la Media Luna del sultán Mehmet II, eterna vigilante contra la Orden del Dragón y el cristiano empalador, los satélites de la Unión Soviética, Hungría, Bulgaria o Rumania, donde en 1954 la policía planea apoderarse del cadáver vivo de Drácula para resucitar a las momias de los tiranos comunistas. ¿No admiraba Stalin a Iván el Terrible, que, a su vez, admiraba a Vlad Tepes? La pervivencia del mal es infinita.

A las desapariciones misteriosas y los mapas robados y los libros maravillosos se suman leyendas de monjes, hijas abandonadas y bebedizos que producen amnesia. El viaje que se abría en un archivo de Estambul acaba en la cripta de un monasterio pirenaico. Una auténtica y bellísima descendiente del príncipe vampiro, armada con una pistola de balas de plata, añade amor al fluido bloque de 700 páginas, una aleación de Bram Stoker, Dan Brown, e incluso El Danubio de Claudio Magris. En su inacabable búsqueda, bajo la amenaza inmortal de los muertos insomnes, los héroes de Elizabeth Kostova sienten cómo se les eriza el vello, la sangre se les hiela, el estómago se desploma siete pisos de golpe, el corazón martillea o da un vuelco, pero también disfrutan la placidez de la campiña francesa y los claustros de Oxford, los bosques transilvanos y los castillos de Eslovenia, el encanto de Venecia y la Toscana. Se superponen dos viajes entretenidos: por los mitos literarios y por los mitos del turismo cultural.

Christopher Lee, en un fotograma de 'El conde Drácula'.
Christopher Lee, en un fotograma de 'El conde Drácula'.

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