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53º FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN

Psicodelia, sorpresa y física cuántica

El certamen proyectó los filmes de Terry Gilliam, Jan Cvitkovic y Ruy Guerra

Ángel S. Harguindey

"Trabajar en el cine era vergonzoso, de lo más despreciable. Gracias a Dios se inventó la televisión" (frase publicitaria del canal digital TCM atribuida a Billy Wilder). Terry Gilliam presentó el miércoles su Tideland, una producción británico-canadiense en la que el desconcierto de su propuesta enlaza con la boutade del maestro Wilder. Se puede maldecir el cine después de haberle dedicado más de 50 años de su vida y de haber alcanzado legítimamente todos los reconocimientos críticos y populares habidos y por haber. De igual modo, el psicodélico Gilliam está en su derecho a presentar un cuento infantil para mayores de 18 años.

Una niña repipi (Jodelle Ferland) que prepara con pulcro profesionalismo los picos de heroína que se inyectan sus drogadictos padres (Jennifer Tilly y Jeff Bridges) se queda huérfana antes de que finalice la primera de las dos horas y dos minutos que dura la proyección de Tideland. Sola y desamparada en un caserón destartalado en medio de la nada rural de Tejas, se construirá un mundo imaginario con elementales referencias a la Alicia de Lewis Carroll y con los delirios actualizados: las ardillas hablan, los conejos se esconden en profundas madrigueras, las cabezas de tres barbies y de un muñeco comparten sus cuitas, una chabola improvisada es un submarino, los monstruosos tiburones se desplazan por los raíles del tren, el epiléptico descerebrado aúlla cada vez que la niña le pide que le enseñe el "secreto" que guarda en la entrepierna, la hermana mayor del descerebrado paga con felaciones la compra del supermercado y se dedica a la taxidermia con los seres humanos queridos, todo mientras Jeliza-Rose recorre a saltos los abandonados trigales.

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Sin duda es un burdo resumen de una película que ha costado meses de preparación y no pocos millones de dólares. También puede ser la respuesta a una obra que los propios encargados de su lanzamiento comercial insisten en señalar que no importan tanto las anécdotas de la trama como los efectos visuales del imaginativo Gilliam, el ex componente de los Monty Python que optó por la provocación visual como modus vivendi y que realizó varias películas estimables -Brazil, Las aventuras del barón Munchausen y, sobre todo, Miedo y asco en Las Vegas, además de la actualmente en cartel, El secreto de los hermanos Grimm-.

"Hay algo sorprendente: cuando reflexiono sobre todas mis películas me llama la atención que en las épocas en que estuve deprimido hice comedias y cuando me sentía feliz rodé temas más bien trágicos. Quizá intenté inconscientemente compensar cada uno de mis estados de ánimo", declaró en su día el ya citado maestro Wilder. La cuestión es que si seguimos su reflexión, el esloveno Jan Cvitkovic y su largometraje Odgrobadogroba (De fosa en fosa) quema las etapas vitales a gran velocidad pues en un solo filme pasa de la comedia a la tragedia. De fosa en fosa es una hermosa película costumbrista que recorre el camino desde la amabilidad a la desdicha. La presentación de sus personajes (el protagonista, Pero, es el autor de los panegíricos funerarios, una salida profesional para los escritores frustrados en los pueblos eslovenos) permite reírse al espectador con ganas en un festival en el que la alegría es un bien escaso. La acción se oscurece progresivamente hasta llegar a un final dramático. Narrada con sencillez, con escasos medios y un gran guión, De fosa en fosa es una grata sorpresa en un certamen en el que una vez más se constata la injusticia de una industria que apoya con todos sus medios a quienes surgen en una determinada área geopolítica, la suya, la anglosajona, y condena al ostracismo a quienes osan realizar películas desde cualquiera de las provincias del Imperio.

La jornada del miércoles se cerró con una tercera película, El veneno de la madrugada, la adaptación libre que realizó el brasileño Ruy Guerra de la novela La mala hora, de García Márquez. Un filme denso, experimental y con un ambiente opresivo. Un relato que transcurre a lo largo de 24 horas y en el que el propio realizador explica con honestidad que "al final de la historia no se sabe quién murió y quién no murió. Pero hay un sentido en la vuelta del tiempo". Y se pregunta: "Si la física cuántica, en el campo de la especulación, acepta el concepto de mundos paralelos, ¿por qué la narrativa cinematográfica y nuestra manera de ver el mundo deben ser tan tradicionales?", una interpelación que el que suscribe, tras contemplar tres películas en una sola jornada, no está capacitado para responderla.

Terry Gilliam, en el Festival de San Sebastián.
Terry Gilliam, en el Festival de San Sebastián.JESÚS URIARTE

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