Calentamiento y desastre en Nueva Orleans
La catástrofe de Nueva Orleans ha sido, lejos de imprevisible y desafortunada, un producto esperable del cambio climático, ese fenómeno cuyas consecuencias no están más que empezando. La situación va a empeorar y los síntomas están en todas partes: desde la actual sequía de la Península Ibérica, hasta un incremento notable en la fuerza y la frecuencia de los huracanes. Un huracán, de hecho, no es más que el sistema por el que el océano se refrigera a finales del verano, a base de evaporar aire caliente hacia las capas altas y frías de la atmósfera (y antes de llegar a precipitarse por ese sumidero invertido, el aire que se acerca va girando velozmente en torno al centro, como el agua de una bañera gira en torno a su desagüe). Como los mares se están calentando, es normal que empeoren las tormentas tropicales. Pero eso no es más que el principio.
La producción de CO2 (residuo de toda combustión de hidrocarburos) crea efecto invernadero. Ese efecto invernadero altera el clima y produce calor. El calor evapora el agua dulce, funde los casquetes polares, y convertirá toda el agua del planeta en agua de mar no potable para los humanos, los animales y las plantas terrestres. En realidad, vistas las cosas a grandes rasgos, sólo hay dos grandes problemas ecológicos:
1. Primero el fin de la biodiversidad: cada vez que desaparece una especie porque alteramos su terreno, se pierde un libro genético en el que había escritos maravillosos tesoros biológicos acumulados por millones de años de evolución: soluciones al envejecimiento, al cáncer, a la inmunodeficiencia, resistencia a la congelación... Literalmente, trucos para volver de la muerte, como hacen ciertas ranas que se congelan en invierno y reviven en verano. La pérdida de estos tesoros biológicos crece exponencialmente porque en los ecosistemas unas especies dependen de las otras, y cada una que desaparece hace más frágiles a las demás. Por mucho que un planeta sin animales o plantas fuera horriblemente feo y triste, es casi peor el hecho científico de que nuestra supervivencia biológica (consumo de oxígeno producido por las plantas, medicinas producidas por todos los seres vivos, y alimentos) pendería de un hilo. Desgraciadamente, no hacemos casi nada para evitar que todas las especies (menos los insectos, claro, que son indestructibles por nosotros) sigan decayendo aceleradamente.
2. Y segundo, mucho más grave, el problema es que el planeta se está calentando muy deprisa. El efecto invernadero se había subestimado enormemente hasta hace un par de años. Los científicos han descubierto que una capa de contaminación está oscureciendo el planeta en lo que se llama el "oscurecimiento global". Suena horrible (aunque tiene un lado bueno perverso) y significa que se ha producido en 30 años una caída del 20% de la luz que incide sobre la superficie del planeta. La cuestión es que ese oscurecimiento global (producido por la ceniza, los sulfatos y todos los contaminantes generados al quemar petróleo, gas y carbón) es como un espejo a la altura de las nubes que refleja la luz del sol hacia el espacio e impide que una buena parte de esa radiación toque la superficie del planeta. En suma, actúa como un refrigerante sin el cual ya nos habría cocido el efecto invernadero.
En este momento, la civilización (o las civilizaciones) tiene tres alternativas:
a. Seguir quemando hidrocarburos, lo que inevitablemente produce CO2, pero no limitar la polución asociada (ceniza, sulfatos). Esta opción nos protege bastante del efecto invernadero y del calor gracias al oscurecimiento que produce la polución. Pero estropea nuestros pulmones, produce enfermedades, mata vegetación por lluvia ácida, y refuerza un equilibrio inestable potencialmente catastrófico: si el equilibrio entre efecto invernadero y oscurecimiento global sigue tensándose (en direcciones opuestas pero con ambos efectos cada vez más fuertes), entonces la ruptura del equilibrio podría producir una hecatombe súbita y descomunal.
b. Seguir quemando hidrocarburos, lo que produce CO2, pero reducir la contaminación asociada: se alimenta el efecto invernadero pero se reduce el oscurecimiento global que nos protege un poco del calor. Cuando se inventaron los catalizadores en Europa, hacia los años ochenta, se siguió emitiendo CO2, pero gracias a los catalizadores, producíamos menos contaminantes (cenizas, sulfatos, etc.), de modo que disminuyó el oscurecimiento: inmediatamente aumentó la temperatura de Europa, y el mayor calor de los mares europeos alteró los monzones africanos. El Sagel se murió de sed. Un millón de muertos en Somalia, en esa época. Parece mucho, pero no es más que el principio.
Si seguimos haciendo esto, el primer desastre que se nos viene encima es la alteración de los monzones en Asia. Pero es que allí no viven unos cuantos millones como en el Sagel, sino varios miles de millones de personas que dependen de las lluvias. ¿Qué vamos a hacer los ricos cuando empiecen a morir en Asia miles de millones? ¿Rascarnos un poco los bolsillos?
El segundo desastre será peor: Inglaterra será como el Norte de África, medio desértica. La selva amazónica se quedará en una mera sabana. A partir de un momento dado, el nivel de calor hará que el hidrato de metano, que ahora está disuelto en cristales de hielo en el fondo de los mares, empiece a evaporarse. Cuando eso ocurra, millones de toneladas de gas inflamable saldrán del mar y se quemaran en la atmósfera: literalmente, arderán los mares. Y por cierto, el gas metano este que saldría de los mares (una ventosidad descomunal) produce diez o veinte veces más efecto invernadero que el CO2. Lo más gracioso es que todo ello será completamente irreversible. Sólo después de millones de años podría el planeta alcanzar algún equilibrio diferente.
c. Hay una tercera opción, la única relevante en cuanto a la ecología y el futuro de la especie: dejar de quemar cosas. Prohibido los coches que echan porquerías por el tubo de escape. Prohibidas las centrales eléctricas que queman hidrocarburos. Las renuncias que tendríamos que hacer no serían tan grandes: emplear luz solar, viento y demás fuentes de energía renovable. Deberíamos acostumbrarnos a vivir un poco más modestamente, pero sólo al principio, ya que a medio plazo las renovables pueden abastecer nuestras necesidades. Y también tendríamos que invertir mucho más esfuerzo en investigar la fusión nuclear para conseguir una fuente de energía limpia y muy abundante.
Mientras llega la fusión, y todavía no está claro si lo conseguiremos a lo largo de este siglo, habría que cambiar algunas cosas: deberíamos vivir cerca de los trabajos o trabajar cerca de donde vivimos (para ahorrar en transporte). No ir de vacaciones al quinto pino, en un monstruoso avión que escupe polución y muerte a borbotones por sus turbinas rugientes, como venido del infierno. La playa de Benidorm, si no somos muy esnobs, es tan buena como la de Bali puesto que, en realidad, la mayoría solemos ir por esos lugares alejados a comportarnos como otro turista playero más, consumista y bobo. Habría que olvidarse de ir con chaqueta y corbata a una oficina enfriada por algo que energéticamente es tan monstruoso como el aire acondicionado. Al menos durante el verano, habría que desechar modas absurdas que se inventaron hace siglos en el norte de Europa cuando todavía existía el frío. Nuestros líderes culturales, políticos y económicos deberían sustituir la chaqueta y la corbata por algo como la chilaba, tan cómoda y fresquita.
Pero claro, lo que cuentan los científicos siempre está dentro de alguna controversia técnica que al final sirve como excusa. Quizá los climatólogos están equivocados, quién lo sabe. Y a quién le importa. Aunque lo gracioso, para ser honestos, es que quizá debería de importarnos un poquito, porque últimamente dicen los científicos que los desastres no azotarán a nuestros nietos, ni siquiera a nuestros hijos. Seguramente no faltan más de 20 o 30 años para que las cosas se pongan terroríficas. Quizá si tiene usted menos de 80 años debería de sentirse concernido. Piense en la actual sequía del país y sepa que sólo es el principio. Y si cree que los problemas medioambientales y climáticos son cosa de los países pobres, si le parece que nosotros estamos a salvo, vaya y fíjese en Nueva Orleans.
El cambio climático no debería de ser una preocupación exclusiva de la ciencia. Es un problema social, económico y político. Pero como se desarrolla en una escala temporal mayor que la que resulta intuitivamente perceptible, la sociedad en su conjunto se está desentendiendo, como si no fuese a ocurrir, o como si fuera decente dejar que se ocupen los demás en el futuro. Nuestra reacción colectiva ante esta amenaza está viciada por la consabida discrepancia de intereses privados y colectivos. Nos hemos acostumbrado a ir en coche con el aire puesto, regando de humo la atmósfera como si fuera un vertedero, asumiendo que, como los grandes problemas globales están lejos de la esfera de influencia de uno mismo, a efectos prácticos son inexistentes. Semejante actitud, la irresponsabilidad social del ciudadano, es quizá el mayor mal de nuestro tiempo, y no puede ser contrarrestarla por unos poderes públicos que, al ser elegidos, son incapaces de imponer sacrificios a unos ciudadanos si estos no entienden su sentido.
Por cierto (y discúlpeme el consejo), si quiere dejar de conducir, por favor no queme su carné. No queme más cosas. Le sugiero que lo corte con unas tijeritas monas.
Miguel Boyer Arnedo es economista.
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