Un debate positivo sobre el nuevo marco legal
Estamos en vísperas de acabar la primera fase del complicado proceso para el nuevo Estatuto, todavía navegando en la complicada marea de las opiniones contradictorias, las peleas partidistas y los discursos oportunistas. Muchos ciudadanos se quejan de la inutilidad enfermiza de esa marea e incluso cuestionan la prioridad del tema ante las necesidades perentorias que corresponden a sus demandas cotidianas.
¿Valen la pena tantos esfuerzos dedicados a una discusión sobre un texto legal cuyo alcance muchos ciudadanos no acaban de comprender, preocupados principalmente por temas concretos -la sanidad, la enseñanza, la seguridad, la desocupación, la cultura, etcétera- que requieren soluciones inmediatas en términos ejecutivos más que legislativos? Esa pregunta suele esconder un equívoco y hay que denunciarlo. Se comprende que, en general, los ciudadanos no capten la trascendencia de una estructura legislativa, formalmente demasiado compleja y conceptualmente demasiado especializada. Pero un mínimo de cultura política debe hacernos reflexionar y comprender que un nuevo marco legal -en el que la financiación y el concepto de soberanía tengan un papel prioritario- es indispensable para instrumentalizar todas las decisiones políticas que nos afectan directamente, aunque su contenido literal nos parezca distante e inextricable. A esa actitud de desprecio por desconocimiento se añaden otras más cargadas de militancia política: las de los que desmerecen el valor de un nuevo Estatuto -reconociendo precisamente su importancia- simplemente porque no lo creen necesario. Afirman que no hace falta modificar nada para mejorar la situación, pero en realidad creen que ya nos va bien seguir con menos soberanía dentro del centralismo del nacionalismo español. No es que no les importe el trámite estatuario, sino que lo consideran negativo en cualquiera de sus versiones. Hay que desenmascarar estas dos posiciones y reducirlas a lo que son: gritos de alarma contra el refuerzo de la autonomía.
Un mínimo de cultura política debe dar prioridad al debate estatutario, por más que el ciudadano lo sienta alejado
Otra pregunta que se hace con demasiada generalidad se refiere al desacuerdo de los partidos en esta fase de redacción. ¿No son un escándalo esas peleas entre partidos, esa dificultad para llegar a acuerdos eficaces que marquen una cierta unidad ante un tema tan importante? ¿Es lícito que cada partido político nos abrume con distintas propuestas contradictorias que van aplazando un acuerdo mayoritario? También hay que dar respuestas radicales a estas preguntas: esas discusiones no sólo no son negativas, sino, en esencia, muy positivas y, sobre todo, muy lógicas dentro del mapa político del país, precisamente porque -a pesar de algunas excepciones- cada partido comprende la trascendencia de la decisión final e intenta introducir en ella la máxima cantidad de las afirmaciones y promesas de los respectivos programas electorales hasta alcanzar pactos más próximos a ellas. Si no lo hicieran en la proporción que les corresponda, serían traidores a sus votantes.
El llamado tripartito no es un partido, sino una unión ocasional de tres partidos distintos, pactada para formar un gobierno durante un tiempo limitado. Ninguno renuncia a su programa y lo integra al plan de gobierno con concesiones y con logros puntuales, a menudo difíciles de pactar. Y en el momento de promover un tema tan importante como el nuevo Estatuto, es necesario discutir a fondo aquellas concesiones y aquellos logros. No se puede negar que en este combate también interviene la voluntad de cada partido en divulgar y propagar las propias ideas políticas -preparando futuras operaciones electorales- e incluso en erosionar a los contrincantes. Pero también esto es válido si se incluye en un debate honesto y eficiente. Quizá las pocas actitudes algo anómalas y exageradas son las de CiU, una coalición que parece entorpecer el acuerdo definitivo por el camino de una radicalidad que se contradice con la experiencia de tantos años en el poder sin reformar el Estatuto y la Constitución. Espero, no obstante, que, al final, la disensión se enmarcará también en un acuerdo definitivo.
Porque éste es el único final positivo, que, sin duda, se alcanzará dentro de pocos días: habrán sido muy provechosas las discusiones, con la condición de que sirvan, al fin, para un acuerdo que responda, tanto como sea posible, a las necesidades de Cataluña y a la suma algebraica del pensamiento político de sus habitantes. Tanto como sea posible, porque ya sabemos que, por muchas reivindicaciones que se incluyan en el nuevo Estatut, éste no alcanzará ni de lejos las necesidades de soberanía que pueden cambiar profundamente al país y que lo acercarían a la independencia. Desgraciadamente, se trata sólo de unas peticiones bastante modestas -aun así, de evidente trascendencia- para que sean aprobadas con pocas enmiendas en Madrid. Y mientras la tramitación dependa de ese paso obligatorio, no hay que hacerse muchas ilusiones y no hay que esperar que las enmiendas madrileñas sean demasiado baladíes como no lo fueron las impuestas al Estatut republicano, a pesar de haber logrado una unanimidad popular. Esa unanimidad que ahora también nos va a hacer falta para reducir en lo posible a los enemigos reales.
Espero que el Parlament, a la hora de votar, comprenda esta situación y que ningún partido catalán utilizará esta ocasión para perjudicar a Cataluña con declaraciones simplemente testimoniales, unas declaraciones que en el punto final serían ya partidistas y demasiado egoístas.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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