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Respeto, pero no tolerancia

Este verano parece haber marcado una inflexión decisiva en el creciente proceso de deterioro de nuestra convivencia ciudadana. Durante estos últimos meses se han producido -no sólo en la ciudad de Barcelona, sino también en otras poblaciones catalanas, aunque por su propia magnitud sea la capital la que, evidentemente, concentra mayor interés y preocupación también en este caso- todo tipo de incidentes y sucesos que han perturbado nuestra libre y pacífica convivencia.

No se trata tan sólo de los más o menos episódicos incidentes callejeros que con mayor o menor gravedad se han producido, tanto en Barcelona como en muchas otras ciudades de nuestro país, en especial con motivo de algunas fiestas mayores y otras celebraciones populares en las que ha habido sucesos vandálicos y actos de violencia callejera. Se trata en realidad de una auténtica plaga no ya sólo de incivismo, como algunos siguen empeñados en calificarla, sino de una serie de actos vandálicos que constituyen auténticos atentados contra la convivencia ciudadana: la conversión de algunos espacios públicos en auténticos urinarios y vertederos; la incesante algarabía nocturna imperante en algunas áreas urbanas y costeras; la suciedad provocada por juergas y parrandas extendidas hasta las más altas horas de la madrugada; los frecuentes altercados con los agentes del orden y también con todo tipo de vigilantes privados; el inmoderado consumo de alcohol y de toda clase de sustancias estupefacientes, y la consiguiente exhibición pública de la embriaguez incluso en la conducción de vehículos y en todo tipo de comportamientos públicos; el vagabundeo de una mendicidad a menudo muy agresiva y de una suerte de turismo cochambroso; la creciente extensión de la prostitución en calles y carreteras; las constantes agresiones contra el mobiliario urbano; el inmisericorde grafiteo de cualquier espacio susceptible de ser ensuciado; la proliferación de violentas bandas juveniles, etcétera.

Debe irse mucho más allá, hasta las raíces del problema, sin quedarse sólo en una política estrictamente punitiva

El panorama resultante es un gran desmadre, que naturalmente exige la urgente adopción de medidas por parte de los poderes públicos. No bastarán, aunque serán sin duda imprescindibles, las medidas disuasorias, coercitivas y represivas de las diversas fuerzas de seguridad, que en cualquier caso deben ser capaces de aplicar con rigor las leyes y ordenanzas que han de velar por la convivencia ciudadana. Pero debe irse mucho más allá, hasta las mismas raíces del problema, sin quedarse sólo en una política estrictamente punitiva, que en algunos casos incluso podría agravar la situación actual.

De entrada conviene tener claro que, del mismo modo que ninguna opción política, por muy radical que pueda ser, nunca puede servir de excusa para las conductas incívicas y vandálicas, tampoco es justo atribuir al conjunto de los grupos políticos radicales este tipo de comportamientos. Como tampoco es justo endosar a determinados colectivos, ya sean éstos jóvenes o inmigrantes, la mayor parte de estas conductas, puesto que por desgracia éstas afectan cada vez más a amplios sectores de nuestra sociedad. Las asimilaciones arbitrarias no sólo impiden el necesario aislamiento de quienes realmente adoptan actitudes vandálicas, molestas y en muchas ocasiones incluso criminales, sino que pueden acabar llevándonos a una grave y muy peligrosa fractura social.

Ante un fenómeno tan preocupante no basta sólo la acción coordinada y eficaz de todos los poderes públicos, cada uno de ellos según las responsabilidades que le otorgan sus propias competencias. Es necesaria también la plena implicación del conjunto de la sociedad, en particular de los grandes medios de comunicación audiovisual -alguna responsabilidad deben de tener en esta situación los personajes y personajillos presentados como principales modelos y referentes sociales, que son exhibidos hasta la saciedad en los principales espacios televisivos de mayor audiencia, no ya incívicos sino simplemente ineducados-, pero también el conjunto del sistema educativo y, de un modo muy especial, de las propias familias, que deben asumir también su propia y muy importante cuota de responsabilidad en la resolución de todos estos problemas.

Es imprescindible también acabar con el culto excesivo a la transgresión o a la provocación, y mucho más aún a la permisividad y la tolerancia, porque es preciso que quede muy claro que no todo es permisible ni todo es tolerable. Sólo lo son las conductas basadas en el respeto mutuo, que así dejan de ser permisibles o tolerables para pasar a ser simplemente dignas de todo respeto y, por consiguiente, tan defendibles como cualquier otra opción individual.

La tolerancia de la sociedad acaba donde comienza la intolerancia ajena, que sin duda alguna no nos debe merecer nunca ningún respeto.

Jordi García Soler es periodista

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