La salud de la nación española
Pese a la ofensiva de los nacionalismos periféricos reforzada desde los años finales de la dictadura, pese a las ambigüedades de una parte de las fuerzas políticas democráticas, mi impresión es que la nación española sigue gozando de buena salud. Es demasiado honda la génesis del surgimiento histórico de España, demasiado significativa nuestra vida en común en la modernidad, demasiado profunda la construcción de un orden liberal de 1808 a 1936, demasiado larga la dictadura, suficientemente eficaz la vida de nuestra restablecida democracia, para que la vida de la nación española no alcance un reconocimiento abrumador en el mundo actual. La nación de España, entendida como una comunidad de ciudadanos sujeta a un régimen común de derechos y libertades, espacio de una solidaridad histórica renovada día a día por los avatares de una vida en común, pienso que se sostiene firme, hoy por hoy, por debajo de los datos políticos cotidianos.
Toda la importancia del peso de la historia no nos debe hacer perder de vista, sin embargo, que cualquier construcción política necesita de una renovación cotidiana. Que una nación, una comunidad política construida mejor que inventada, no es una excepción a esta necesidad de rehacer, de reconstruir. Que ni las más sólidas realidades nacionales, y España lo ha sido y todavía lo es, son empresas hechas de una vez y para toda la eternidad.
Nos encontramos hoy en España con unos procesos muy intensos de construcción de unos hechos nacionales distintos al español. A su servicio se han puesto unos gobiernos subestatales que han entendido el Estado de las Autonomías no como un marco de convivencia de distintas sensibilidades nacionales, sino como rampa de lanzamiento para la construcción de unos hechos nacionales que no se satisfacen con su afirmación, sino que prolongan su acción en la negación de la común nación española. Porque negación es, al fin y al cabo, la afirmación de una nación catalana o vasca junto al reconocimiento de una "nación de naciones", España, en la que no cabe ver sino la vieja categoría de un Estado que engloba en su seno auténticas y genuinas naciones.
Si no queremos que la idea de España como nación histórica capaz de englobar a todos sus ciudadanos vaya sufriendo una erosión imparable, será llegado el momento en que, quienes creemos en ella, tomemos conciencia de la necesidad de insuflar un nuevo consenso nacional en la vida de los españoles. Porque ni el más glorioso de los pasados es suficiente para asegurar la vida de una nación. Si esa nación está sometida a un desafío constante y eficaz por poderosas instancias políticas, no es exagerado concluir en la necesidad de un programa de actualización y defensa de la solidaridad nacional para la misma.
Una política en defensa de la nación española debe partir del reconocimiento de la pluralidad consagrada por la Constitución do 1978. La nación española debe aceptar gustosamente su convivencia con unas nacionalidades y regiones que forman parte de ella. Pero el reconocimiento de esta pluralidad no debe suponer la renuncia a impulsar una cultura y una socialización políticas que actualice la solidaridad nacional de los españoles. Es necesario, en primer lugar, que los dirigentes políticos del conjunto de España tomen nota de un problema que no se va a resolver renunciando a una afirmación de la nación común. No se trata de una batalla por palabras, sino de un combate político y democrático por hechos que afectan directamente a la convivencia de todos nuestros ciudadanos. Una comunidad nacional no sobrevive al aislamiento de sus gentes y sus territorios. No se consigue asegurar la especial solidaridad que aporta la pertenencia a una nación sin sentirse parte de una empresa política común, sin reconocerse con una realidad histórica y sociológica en la que todos los nacionales formamos parte. Es necesario que el Estado ponga a disposición de una empresa de renovación nacional los medios indispensables requeridos por una sociedad moderna: medios de comunicación, instituciones culturales y educativas, acción exterior y el trabajo de una Administración común coordinada con las restantes administraciones existentes en un Estado plural.
Se trata de una empresa que no va contra nadie; entre otras cosas, porque una nación española renovada, segura de sí misma, confiada en su futuro, es una nación que puede afrontar nuevos procesos de reparto territorial del poder, que puede entenderse mejor con otras conciencias nacionales existentes en España y que puede garantizar más eficazmente el pluralismo de nuestra sociedad.
La llamada al patriotismo que esta empresa lleva implícita, no tiene nada que ver con la retórica del patriotismo de la dictadura y es posible que tenga escasa relación con el patriotismo de la Restauración. Se trata en última instancia de reconstruir un patriotismo de raíz liberal-democrática al servicio de una comunidad de ciudadanos que no ignora su inclusión en la vida de un viejo Estado europeo. De un patriotismo que no niega reconocimiento al surgimiento de espacios políticos por encima y por debajo de su Estado y su nación. Pero que no dimite de su responsabilidad de aportar un cemento para el afianzamiento de la vida de sus comunidades políticas en tanto éstas sigan jugando un papel significativo en la vida de sus ciudadanos.
No se trata de inventar un nuevo patriotismo. Puestos a inventar, quizá necesitaríamos una nueva palabra, libre de las adherencias de estas últimas décadas, para describir la idea. Se trata más bien de dar continuidad a una larga tradición española. Iniciado con el reformismo ilustrado, es el patriotismo español que aflora en el proceso gaditano, que se mantiene en nuestra tradición liberal progresista, que se expresa en la obra de Larra, que da un hilo conductor al sexenio revolucionario, que sigue con la tradición liberal en la Restauración, que expresa el republicanismo español, que ilustra el pensamiento krausista-institucionalista, que tiene su reflejo en la obra de Pérez Galdós, que construye nuestra historiografía liberal, que se manifiesta en buena parte de los escritores regeneracionistas y de la generación del 98, que en el primer tercio del siglo XX teorizan autores como Ortega y Gasset y el propio Azaña, que apoya lo mejor de la tradición socialista del siglo XX, que se cultiva en el exilio exterior e interior de la dictadura franquista. No son precisamente antecedentes lo que le falta a la izquierda para redescubrir un patriotismo cuya ausencia se hace sentir hoy en la vida española. Este patriotismo liberal-democrático deberá convivir, no solamente con los nacionalismos periféricos que se afirman con la crisis final del siglo XIX, sino con otras tradiciones del patriotismo español ligadas a visiones más conservadoras. Pero reivindicando en todo caso su derecho a manifestarse en la vida española de los inicios del siglo XXI.
Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la UNED.
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