Buscando Sodoma
Hace unos días se celebró el aniversario, los primeros 50 años, de una adolescente, el más conseguido modelo de todas las nínfulas. Cincuenta años de Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Cincuenta años de Loli-ta, pecado nuestro. Lolita que nacía en París, seguramente con aguacero, el mismo día que 15 años después nacería en Oviedo, Letizia, que siempre me ha parecido que tiene una belleza de nínfula, dicho sea con todos mis respetos y admiraciones.
Doña Letizia que fue al periodismo casi con la edad de Lolita, que dentro de poco será madre, y que cuando leyó el libro de Nabokov -ya sin aquella sensación de pecado con que lo hicieron generaciones anteriores- ni soñaría con ser princesa, ni lolita. Días de celebración de la novela de un escritor maduro -pasaba de los 50- que nos regaló una obra maestra de amor y derrota. Cincuenta años de una novela de moteles y deseos sin reprimir, de una historia inmortal que las ligas de la decencia -y de la hipocresía- se encargaron de perseguir, prohibir y, por tanto, de publicitar. La obra que más dinero hizo ganar a Nabokov. La que le permitió tomarse su tiempo de cazar mariposas, para sus lentas partidas de ajedrez y para escribir algunas otras obras maestras.
Quise regalar Lolita a una amiga, ni tan nínfula como la protagonista, ni tan madura como Humbert Humbert. Acudo a una gran librería, busco entre sus estanterías. Nada, no la encuentro ni en tamaño de bolsillo. Me extraña. Pregunto a un, ¿cómo llamarlo?, ¿librero?, no, digamos a un amable dependiente: "Por favor, estoy buscando Lolita, de Nabokov". Y él, con profesional amabilidad, me pregunta: "¿En qué género se inscribe?". Le agradecí sus atenciones, salí de la macrolibrería, y me salvó mi querido librero Chus Visor. También me hubieran salvado Miguel Hernández, el histórico librero de la Antonio Machado, o Méndez u otros muchos de pequeñas o grandes librerías de todo el país. Pero, así me pasó y así lo cuento.
Con mi lolita de la mano, paseando entre las festivas galerías de arte de la zona 004, Madrid, centro, me llamó la atención un artista maduro y travestido de novia en la Galería Almirante, dice llamarse Roscubas. A su lado, como madrinas de la ceremonia, me encontré con Aitana y Teresa Alberti, dos fantásticas maduras que no añoran sus edades de lolitas. Tocaba hablar de erotismo, recordamos la fantástica película que Kubrick hizo de la obra de Nabokov. Tuvo que aumentar la edad de la adolescente para que no la condenara la poderosa Liga Católica de la Decencia, de EE UU. Era el año 62, y los erotismos en el cine todavía estaban en la edad de la inocencia. El erotismo creció, desveló, abrió puertas y gargantas. No es que estemos en Sodoma. Tampoco que no sigan los intentos de los renovados batallones para el rearme moral. No es que se hayan desvanecido las hipocresías o los deseos de censurar nuestras atracciones perversas, pero ya no conseguirán la vuelta las clasificaciones morales de antaño. Un reciente libro de cine y erotismo me recuerda otra de aquellas películas clasificadas con un 4, es decir "gravemente peligrosas". Se llamaba, para no confundir a nadie, Sodoma y Gomorra. Entre otras delicias contiene este diálogo: "Allí de dónde vengo -dice Pier Angeli- no existe el mal. Todo lo que causa placer es bueno". Stewart Granger le pregunta: "¿De dónde vienes?". "No está lejos", responde ella, "de Sodoma y Gomorra". ¡Ay!, ¿dónde estarán ahora nuestras sodomas y gomorras?
Desde luego, no aparecen en la guía Gourmetour. Esos lugares dónde todo placer es bueno no deben estar en España. Ya se hubieran enterado los maduros y renovados amantes de tantas ofertas que dan placer, Paco López Canís y Fernando Jover, responsables de la más veterana guía de nuestros dulces pecados sensoriales. Esta semana han celebrado su trigésimo aniversario, en un lugar cercano al que cada día, con sus noches, pasean las explotadas princesas de la Casa de Campo. No confundir con Sodoma, ni con Gomorra. Ni con la Lolita de Nabokov.
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