Cumbre bajo mínimos
Las Naciones Unidas representan, por el mero hecho de existir, un desafío permanente al unilateralismo que caracteriza la política exterior del Gobierno de Bush y las constituye en el enemigo a eliminar. Las provocadoras bravatas de John Bolton en que han consistido sus declaraciones contra la ONU y la explosión de enmiendas a la Declaración Final tan laboriosamente elaborada por el ministro de Exteriores de Gabón, han formado parte de la operación de acoso y derribo de la ONU en la que han participado de manera decisiva los principales soportes del equipo político del presidente norteamericano, como Tom Delay, jefe de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes, para quien "la ONU es uno de los mayores promotores de la tiranía y el terror", o las del parlamentario neocon Henry Hide, que consiguió el pasado mes de junio que la misma Cámara de Representantes aprobase una ley que prevé la reducción del 50% de la contribución norteamericana si la ONU no acepta antes de 2007 la mayoría de las exigencias que quiere imponer Washington. Los abusos sexuales de algún contingente militar de Naciones Unidas, las acusaciones de corrupción en la gestión del programa Petróleo por Alimentos, la denuncia de los casos de nepotismo y los enfrentamientos por causa de la guerra de Irak, echaron la leña al fuego que reclamaba la hostilidad de EE UU y convirtieron el periodo 2003/2004 en el annus horribilis de Kofi Annan. Los centenares de seminarios, reuniones, paneles e informes que tenían como objetivo preparar la Cumbre de la Reforma no lograron modificar esta situación, y el encuentro en Nueva York de los líderes de la casi totalidad de los países del planeta sólo ha servido para constatar la imposibilidad de que los Estados miembros transformen lo que De Gaulle calificó, hace casi 50 años, de trasto inútil.
El secretario general había hecho una propuesta modesta de propósitos retomando, con un perfil más bajo, los objetivos del Milenio, propuesta que se ha quedado en nada. En el tema de las inaplazables reformas de la organización, no se ha conseguido, como ha reconocido el propio Annan, un solo avance. Es más, en los tres temas centrales: el poder político confinado en el Consejo de Seguridad y en sus cinco miembros permanentes, el de la financiación de la organización y el de la burocratización de su funcionamiento, no sólo no se ha logrado ningún resultado, sino que ni siquiera se ha conseguido abrir una brecha. El total enquistamiento en sus prerrogativas de los miembros permanentes del Consejo, la previsible y suicida disminución del presupuesto de una organización que ya no puede cubrir sus gastos más imperativos, y la creciente inadecuación de unos modos y unas prácticas que la condenan a la ineficacia, auguran lo peor para la ONU. Y lo más preocupante es que en cuestiones tan decisivas no sólo no se tomaron decisiones concretas, sino que hasta se renunció a evocar retóricamente la posibilidad de tomarlas en el futuro. Ese capítulo se ha consagrado a reiterar de nuevo los propósitos mil veces formulados sobre la seguridad colectiva con la lucha contra el terrorismo como su nódulo principal; la erradicación del hambre y la pobreza; el combate contra el sida y otras enfermedades de contagio masivo; la reducción de las desigualdades entre países y personas y la generalización de los derechos humanos.
Esta letanía que recitan desde hace años con fervor hipócrita los grandes Estados, sobre todo en sus reuniones mundiales -la última la cumbre del G-8 en Gleneagles-, está ya formalizada en los objetivos del desarrollo recogidos en la Declaración del Milenio. Su inclusión una vez más en las conclusiones de una cumbre sin una sola medida específica, nada añade y se convierte en un ejercicio de cinismo público internacional. Porque si los Estados promueven y/o aceptan la organización de estas cumbres es porque les ofrece la oportunidad de hacer relaciones públicas internacionales a la par que de mejorar su imagen, gracias a los medios de comunicación amigos, en la opinión pública nacional. Pero a veces se desmelenan en la demagogia verbal, como le ha ocurrido en esta ocasión a Bush, que se convirtió, durante el tiempo de su discurso, en el paladín de la lucha contra la pobreza y de ayuda al desarrollo, sin aceptar, claro está, aumentar su aportación hasta el 0,5% de su PIB de aquí a 2010 y hasta el 0,7% para 2015 y sin alinearse con los países del Sur que piden la anulación de la deuda.
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