Cultura
De las escasas gratitudes que le guardo a mi profesión de docente, una ha sido permitirme asomarme a los recovecos de la naturaleza humana. Como en un curso amplificado de antropología, compuesto de temas que no se enseñan en ninguna universidad, he conocido el significado exacto del odio, de la amistad, de la desesperación, del coraje. En la famosa novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz, el Salvaje se informa de todas las pasiones y miserias humanas a través de la lectura providencial de los dramas de Shakespeare; a mí no me han hecho falta Otelos ni Julietas para comprender que los seres humanos somos capaces simultáneamente de las cotas más exacerbadas de nobleza y de perversión y que no existe sobre la Tierra quien sólo merezca parabienes o anatemas. En cierta ocasión, cuando yo trabajaba de funcionario de prisiones en un instituto de la periferia de Sevilla, una madre analfabeta que se ganaba el pan fregando escaleras vino a vernos muy indignada: nos confesó sin tapujos que su hijo era un idiota, que lo llevaba a clase sólo porque lo obligaba la ley, que no pensaba comprarle los libros reglamentarios, que bastantes penurias pasaba ya para alcanzar el fin de mes; y se despidió con una orden disfrazada de ruego: que no impusiésemos muchos deberes al niño porque ella no tenía intención de comprarle más cuadernos ni bolígrafos. Es de presumir que el pobre niño no acabaría convertido en literato.
Muchas veces me he encontrado rememorando este episodio de mi pasado y maravillándome de que existan gentes tan obcecadas, que guarden tal cúmulo de recelos e inquinas hacia la cultura y todo lo que puede ofrecer. Hasta que se me ha ocurrido preguntarme, también a mí, qué es eso que puede ofrecer: más que nada paro, una educación trasnochada, una irritante incapacidad de enfrentarse a problemas prácticos, desidia. Pero en realidad, la perorata furibunda de aquella señora apuntaba también en otra dirección: la cultura es un lujo que pocos pueden permitirse, que cuesta sacrificios y renuncias no asequibles a todos los bolsillos. Durante años se nos ha repetido que la educación obligatoria en nuestro país es libre y gratuita, y que cualquiera puede acceder a la escuela con zapatos rotos. Pero no era cierto: la madre de mi parábola debía escatimar dinero de sus cosméticos para comprar esos estúpidos cuadernos que le exigían a su hijo. Sólo ahora que la Junta ha comenzado a costear los libros de texto y que proyecta proveer de material escolar a las muchedumbres que pueblan los colegios, puede comenzar a hablarse de igualitarismo, de supresión de los desniveles. Ignoro qué habrá sido de aquella criatura de mi memoria, después de que en casa la sometieran a tal hambruna de tinta y páginas. No tiene por qué haberle acompañado forzosamente la infelicidad: a lo mejor encontró una chica limpia y agradable con la que compartir la colcha, un empleo que se conformase con sus músculos. Pero quizá, quién sabe, algún día nublado se pregunte por qué el viento sopla en la dirección que sopla, por qué la primavera está llena de mariposas, por qué al oír cierta melodía esas mariposas le invaden el estómago; y ahí, por desgracia para él, sólo esa cultura que le negaron podría asistirle.
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