A hombros de gigantes
En 2005 celebramos el Año de la Física, un tributo a una de las disciplinas científicas que más ha contribuido a cambiar el mundo y nuestra percepción de él. Repasamos aquí sus pilares, desde Arquímedes a Max Planck.
"El pasado es un país extranjero", escribió L. P. Hartley en su libro The Go-Between. En un sentido estricto, sin duda es, efectivamente, extranjero, extraño, pero no por ello debemos dejar de intentar reconstruir ese pasado, formarnos una idea de lo que ocurrió antes de nosotros, esforzarnos por imaginar lo que pensaban y sentían, sufrían o gozaban, quienes nos precedieron. No se trata sólo de curiosidad, ni tampoco de algo parecido a cumplir un compromiso moral con aquellos sobre cuyos hombros estamos subidos, sino también de extraer lecciones que nos puedan ser valiosas para el presente, y, sobre todo, para el futuro.
Pues bien, en esa tarea tan resbaladiza y sutil que es reconstruir el pasado son muchos y muy diversos los elementos a los que es preciso recurrir. Entre ellos se encuentra, naturalmente, la ciencia. Y la física, cuyo Año Internacional estamos celebrando (justificadamente, pues ¿qué otra disciplina ha contribuido más que ella a cambiar el mundo?), es además una aliada especialmente poderosa de la tecnología. Una ciencia que se ocupa, en su origen, en lo más íntimo de su ser, de estudiar el movimiento de los objetos que existen en la naturaleza (al mismo tiempo que de identificarlos), de cómo varían sus posiciones según transcurre el tiempo. Y como ciencia más que milenaria que es, puede presumir de una larga historia. Una historia protagonizada por legiones de peones; unos, la mayoría, los recolectores de datos; otros, los teóricos, malabaristas de las ideas, constructores de modelos y teorías que pretenden reunir -"explicar"- esos datos observados en el marco de leyes lo más generales posibles. Algunos, por cierto, muy pocos, se mueven con igual facilidad en ambos dominios, el teórico y el experimental: Isaac Newton, en el siglo XVII, y Enrico Fermi, en el XX, son mis favoritos en ese difícil arte que es ser maestro tanto en la teoría como en el experimento.
Salviati, Sagredo y Simplicio, los personajes creados por Galileo en su 'Diálogo', son el Quijote y Sancho de la ciencia
Hubble demostró que el Universo se expande. Planck dio el pistoletazo de salida a la revolución cuántica
01 Los principios de Aristóteles y Arquímedes fueron muchos, es cierto, legiones y legiones, los que construyeron a lo largo de los siglos esa física que hoy celebramos; pero es más fácil, y tampoco demasiado injusto, reconstruir la historia de una disciplina en función de sus grandes figuras, de sus héroes. En el caso de la física esto es particularmente fácil, ya que abundan los campeones del intelecto y la observación. Con toda la injusticia histórica que ello implica, no es un mal punto de partida comenzar recordando los logros de Aristóteles (384-322 antes de Cristo), sin olvidar a Arquímedes (hacia 287-212 antes de Cristo), cuyas contribuciones a las ciencias físicas han resistido mucho mejor el paso del tiempo que las del primero; logró lo que la mayor parte de sus contemporáneos ni siquiera se plantearon: aplicar su maestría matemática a la investigación de fenómenos naturales como el comportamiento de un sólido en un fluido; suyo es el familiar principio de Arquímedes, que afirma que un cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje igual al peso del volumen del fluido que desaloja.
Aunque sea más recordado como filósofo, Aristóteles fue un auténtico gigante de la ciencia, aunque no podamos estar seguros de cuánto de sus obras fue suyo y cuánto de sus discípulos. No podemos olvidar otro de sus textos, Sobre el cielo, en el que se decantaba, como la mayoría de los antiguos, por una visión del Universo, dominada por la circunferencia, en la que la Tierra ocupaba el centro del Universo.
02 No estamos en el centro del Universo: de Copérnico a Newton
Otros astrónomos griegos, como Aristarco de Samos (hacia 310-230 antes de Cristo), en cuyo discurrir se encuentra haber identificado la inclinación de la eclíptica, el plano que forman los planetas en el sistema solar, defendieron la idea de que es el Sol y no la Tierra el que se encuentra, inmóvil, en el centro del Universo, pero semejante idea no pudo imponerse y tuvo que esperar casi ¡2.000 años! Hasta la publicación de un libro paradigmático, debido a un sacerdote polaco, Nicolás Copérnico (1473-1543), que apenas realizó observaciones astronómicas directas: De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de los orbes celestes).
Pero el abandono que propugnaba Copérnico de la visión cosmogónica en la que la Tierra ocupaba el centro del Universo -y de la tan estrechamente ligada a ella, física que había desarrollado Aristóteles- por el sistema heliocéntrico presentaba problemas. Problemas que nadie contribuyó más a resolver que Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (1564-1642).
En el haber de Kepler, que se benefició de los datos observacionales laboriosamente acumulados por el danés Tycho Brahe (1546-1601), a quien sucedió cuando éste falleció en el puesto de astrónomo y matemático de Rodolfo II, en Praga, están las famosas tres leyes del movimiento planetario. Una de ellas, la que sostenía que las órbitas de los planetas no son circunferencias sino elipses, y que Kepler presentó en 1609 en Astronomia nova, fue especialmente importante a la hora de combatir las ideas aristotélico-ptolemaicas.
Y así llegamos a Galileo Galilei, con quien la fuerza de las ideas copernicanas se hizo tan patente que terminaría desencadenando acontecimientos sociopolíticos y religiosos que arrastrarían con ellos al físico pisano. Que ocurriese así fue la consecuencia inesperada de una serie de observaciones que llevó a cabo y que sacaron a la luz las deficiencias del Universo aristotélico-ptolemaico. Que Galileo realizara tales observaciones fue, en principio, sorprendente, ya que era un físico más preocupado por el estudio del movimiento, por encontrar las leyes que regían fenómenos como la caída de un cuerpo por un plano inclinado o el tiempo que tarda un péndulo en batir, y no un astrónomo. Sin embargo, todo cambió, su vida y el mundo, cuando supo de la existencia de instrumentos -los telescopios- que agrandaban las imágenes de objetos lejanos.
Al oír de la existencia de tales instrumentos, Galileo decidió construir uno él mismo. Al principio, pensó en él como un aparato cuya utilidad era más práctica que científica, pero no tardó en dirigirlo hacía el cielo, viendo que el Universo era muy diferente a como habían pensado Aristóteles, Ptolomeo y tantos otros. Las observaciones que llevó a cabo dieron a Galileo una extraordinaria notoriedad en el pequeño mundo de los astrónomos y filósofos de la naturaleza de su época, notoriedad que se afianzó cuando publicó, en 1632, un libro inmortal, Dialogo sopre i due massimi sistemi del mondo Tolemaico, e Copernicano (Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano), una obra maestra de la literatura científica, escrita en lengua vernácula, el italiano, en una época en que el latín era el idioma utilizado en este tipo de textos. Los tres personajes creados por Galileo para protagonizar ese diálogo -Salviati, Sagredo y Simplicio, copernicano el primero, neutral el segundo y aristótelico el último- han pasado a formar parte de la cultura universal; son, por decirlo de alguna manera, los Quijote y Sancho de la ciencia. Lo mismo que ha pasado a la memoria colectiva el recuerdo de los problemas que tuvo con la Iglesia católica, las condenas que ésta dictó en contra suya y de su obra, primero en 1616 y luego, mucho más firme, en 1633. "Eppur si muove" ("Y sin embargo se mueve"), dicen que murmuró cuando se vio obligado, ante el Tribunal de la Inquisición reunido en Roma, a declarar que la Tierra no se movía; esto es, a abjurar de sus convicciones. La verdad científica fue escarnecida y Galileo confinado hasta su muerte en su villa de Arcetri.
Los descubrimientos observacionales y desarrollos teóricos realizados por Galileo, junto a los producidos por Kepler, y a las contribuciones de René Descartes (1596-1650), a quien se debe la ley de la inercia del movimiento, allanaron el camino para la obra de quien acaso sea el mayor científico de la historia de la humanidad: Isaac Newton (1642-1727).
Newton, personaje complejo donde los haya habido, tiene y tendrá un lugar de privilegio en la historia por su ciencia, tan rica y profunda como diversa. Por sus contribuciones a la óptica, que resumiría tardíamente en un libro publicado en 1704, Óptica. Por haber desarrollado ese instrumento universal que es el cálculo diferencial (cálculo de fluxiones en su terminología). Y, sobre todo, por su gran libro de 1687: Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural).
Si yo tuviera que elegir entre los grandes libros de la historia del pensamiento científico, no tendría duda: seleccionaría los Principia (con dolor, eso sí, dejando a un lado textos maravillosos como los Diálogos de Galileo, El tratado elemental de química de Lavoisier o El origen de las especies de Darwin). Probablemente ninguna obra haya influido tanto en el desarrollo de la humanidad, y eso que nunca fue un libro de lectura fácil. Las tres leyes del movimiento que incluye, junto a la ley de la gravitación universal, justifican semejante elección. Son leyes que no sólo sirvieron para cambiar la ciencia, sino que a la postre se convirtieron en instrumentos esenciales para transformar el mundo.
03 La física decimonónica: el electromagnetismo
La influencia de la ciencia y método científico newtoniano fue especialmente visible a lo largo del siglo XVIII, el de la Ilustración. De hecho, no creo que se puedan comprender realmente los sueños ilustrados, el sueño de la razón, la creencia cada vez más extendida de que el conocimiento libraría a la humanidad de las cargas y mitos que hasta entonces la habían asolado, sin tener en cuenta la difusión de la física newtoniana. Sin embargo, desde el punto de vista puramente científico, y aun sin olvidar a Lavoisier, el siglo XVIII no se puede comparar en absoluto al XIX, otra centuria maravillosa para la física (¡y para la ciencia!; recordemos, por ejemplo, a Lyell, Darwin, Mendel, Pasteur y Koch). Fue a lo largo del Ochocientos cuando más se avanzó en el conocimiento de la electricidad y el magnetismo, fenómenos conocidos desde la antigüedad. El núcleo principal de esos avances se encuentra, sin duda, en que, frente a lo que se suponía con anterioridad, electricidad y magnetismo no son fenómenos separados, sino que están interrelacionados. El punto de partida para llegar a este resultado crucial fue el descubrimiento realizado en 1820 por el danés Hans Christian Oersted (1777-1851) de que la electricidad producía efectos magnéticos (una corriente eléctrica desviaba una aguja imantada). Entre los que más desarrollaron este resultado se encuentra Michael Faraday (1791-1867), uno de los gigantes de la ciencia del siglo XIX, y, en general, de la ciencia de todos los tiempos. En 1821, Faraday demostró que un hilo por el que pasaba una corriente eléctrica podía girar de manera continua alrededor de un imán, con lo que se vio que era posible obtener efectos mecánicos (movimiento) de una corriente que interacciona con un imán. Sin pretenderlo, había sentado el principio del motor eléctrico, cuyo primer prototipo sería construido en 1831 por el físico estadounidense Joseph Henry (1797-1878).
El caso de Faraday no es frecuente en la historia de la física: su formación matemática era muy elemental; sin embargo, no sólo llevó a cabo descubrimientos experimentales fundamentales, sino que también introdujo conceptos, como las nociones de "líneas de fuerza" y el "campo", que en su momento se convirtieron en piezas básicas de la teoría electromagnética. Ahora bien, para poder desarrollar una teoría del electromagnetismo se necesitaba otro tipo de científico. No hubo que esperar mucho, ni alejarse de Gran Bretaña para que tal personaje, James Clerk Maxwell (1831-1878), apareciese. Matematizando algunos de los conceptos introducidos por Faraday e introduciendo ideas nuevas, Maxwell desarrolló una teoría completa del campo electromagnético, que plasmó definitivamente en su Treatise on Electricity and Magnetism, de 1873. Y como siempre ocurre cuando se dispone de una nueva teoría auténticamente fundamental, ésta no sólo describe aquellos fenómenos para los que en principio fue diseñada, sino que explica y predice otros. Así sucedió en el caso del electromagnetismo, cuando Maxwell se dio cuenta de que su teoría predecía que la luz era un campo electromagnético, un resultado que presentó públicamente en un artículo en 1861. Más de 140 años después, todavía se puede apreciar la excitación que debió sentir Maxwell cuando escribió: "Difícilmente podemos evitar la inferencia de que la luz consiste de ondulaciones transversales del mismo medio que es la causa de los fenómenos eléctricos y magnéticos". En otras palabras, ya no tenía sentido hablar, por separado, de óptica, electricidad y magnetismo. El poder de semejante resultado se muestra con toda claridad en el mundo de las comunicaciones.
04 Del electromagnetismo a la relatividad
Con el desarrollo del electromagnetismo, y sin pretenderlo, se estaban sembrando las semillas de las grandes revoluciones que cambiarían la faz de la física a partir de finales del siglo XIX. Y es que estudiando fenómenos electromagnéticos se descubrieron efectos absolutamente sorprendentes, como los rayos X (Roentgen, 1895) y la radiactividad (Becquerel, 1896), cuya comprensión desafiaba a la física entonces conocida. Por otra parte, cuando se reunían el electromagnetismo maxwelliano y la física newtoniana surgían problemas en la explicación de una serie de fenómenos (como el famoso experimento realizado por el físico estadounidense Albert Michelson).
Físicos establecidos y admirados, como el holandés Hendrik A. Lorentz (1853-1928) o el matemático francés Henri Poincaré (1854-1912), se esforzaron en resolver tales dificultades, pero sería un entonces joven y desconocido físico que trabajaba en la Oficina de Patentes de Berna, Albert Einstein (1879-1955), quien lo consiguió, proponiendo en 1905 una teoría, la teoría especial de la relatividad, que contenía suposiciones (como la constancia de la velocidad de la luz) y predicciones (relatividad de longitudes y tiempos, equivalencia masa-energía) radicales, pero que el tiempo ha confirmado sobradamente. Diez años más tarde, siendo ya un científico establecido, Einstein profundizaba en su enfoque, desarrollando una nueva teoría de la gravitación, la teoría de la relatividad general, en la que espacio y tiempo, hermanados ahora en un espacio-tiempo cuadrimensional, dependían del contenido energético-material del sistema considerado. Y basándose en esta teoría, en 1916-1917, Einstein daba un nuevo paso, creando la cosmología como ciencia predictiva, frente a las, básicamente especulativas, cosmogonías anteriores.
Hoy entendemos el Universo, un Universo que, según demostró observacionalmente en la década de 1920 Edwin Hubble (1889-1953), se expande y que tuvo un comienzo hace aproximadamente 13.500 millones de años, a partir de esa cosmología relativista. Y si hablamos del Universo, no es posible dejar de recordar a científicos decimonónicos como el físico Robert Kirchhoff y el químico Robert Bunsen, que con sus estudios espectroscópicos fundaron en 1960 la astrofísica, que va más allá de la astronomía, permitiéndonos averiguar de qué están compuestos tales cuerpos.
05 La gran revolución: la física cuántica
La física relativista conmovió nuestras almas al afectar su contenido a conceptos de gran carga ontológica y epistemológica, y también contribuyó a cambiar el mundo, pero en este último apartado no puede competir con la otra gran revolución de la física del siglo XX, la propiciada por la física que se ocupa de estudiar los componentes más elementales de la materia, al igual que las radiaciones que emiten. Una física que, además de romper con categorías firmemente enraizadas en nuestros esquemas cognitivos, como la causalidad o la idea de que es posible conocer al mismo tiempo datos tan básicos como posiciones y velocidades (principio de incertidumbre; 1927), dio origen a un sinnúmero de instrumentos que terminarían introduciéndose en todos los recovecos del mundo, como transistores, chips, reactores (y bombas) nucleares, células fotoeléctricas, o materiales de todo tipo, casi a la carta.
La historia de la física cuántica, esa extraña disciplina en la que ondas y partículas se hermanan (dualidad onda-corpúsculo; de Broglie, 1924), está poblada de grandes nombres, de héroes que la comunidad de los físicos admira tanto como a los viejos Galileo, Newton, Faraday o Maxwell. Físicos como Max Planck, que en 1900 dio el pistoletazo de salida a la revolución cuántica; el propio Einstein, que tanto hizo por una física, la cuántica, que más tarde repudió; Ernest Rutherford; Niels Bohr; Werner Heisenberg, que en 1925 desarrolló la primera mecánica cuántica; Edwin Schrödinger, Paul Dirac, Max Born, Wolfgang Pauli, y sus herederos científicos, entre los que se pueden mencionar a Eugene Wigner, Lev Landau, el ya citado Fermi, Julian Schwinger; Richard Feynman, uno de los físicos más originales, admirados y queridos por sus colegas; John Bardeen (con dos premios Nobel), Murray Gell-Mann, Steven Weinberg o el recientemente fallecido Hans Bethe (que nos enseñó, entre muchas otras cosas, cómo se fabrican los elementos pesados -muchos de los cuales se encuentran en nuestros cuerpos- en los interiores de las estrellas), probablemente el último eslabón que nos unía con los pioneros que dieron origen a esa revolución científica que cambió el mundo, y a cuyos hombros de gigantes, imitando la célebre frase de Newton, todavía estamos subidos, buscando santos griales como una teoría que reúna, que unifique, sin violar los requisitos cuánticos, las cuatro fuerzas de la naturaleza: la débil, la fuerte, la electromagnética y la gravitacional.
Algunos piensan que cuando se encuentre ese santo grial la física habrá llegado a su fin. ¡Qué ingenuos! Basta mirar hacia fuera de nuestro planeta, en dirección a las profundidades del Universo, que apenas estamos comenzando a explorar y que ya nos ha mostrado objetos -como púlsares, cuásares, estrellas de neutrones o agujeros negros, que antes ni siquiera podíamos imaginar-, para darnos cuenta de que la historia de la física dista de encontrarse próxima a su final.
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