¿Está ya en decadencia el terrorismo internacional?
Cuatro años después del 11 de septiembre, los numerosos atentados perpetrados desde entonces en cada vez más países y regiones del mundo son un buen exponente del potencial de amedrentadora letalidad que conservan los grupos y organizaciones implicados en las redes del actual terrorismo internacional. Eso es indudablemente cierto. Ahí están los episodios de Bali, Casablanca, Estambul, Madrid o Londres, por mencionar sólo algunos de entre los más notorios y mejor conocidos. Pero también es cierto que Al Qaeda, núcleo fundacional a la vez que referencia ineludible para ese conjunto multinacional y multiétnico de actores pertenecientes al movimiento de la yihad global, ha perdido su santuario afgano a cielo abierto y, con ello, una sólida estructura centralizada, capacidad de planificación estratégica, buena parte de los miembros más relevantes y un monto sustancioso de fondos disponibles.
Puede que Al Qaeda lo tuviera previsto. Quizá los atentados de Nueva York y Washington fueron, entre otras cosas, una provocación maquinada con el fin de que las autoridades estadounidenses respondieran invadiendo militarmente un país islámico y así acrecentar el inveterado resentimiento hacia los norteamericanos y sus aliados compartido por amplias colectividades de musulmanes como consecuencia, entre otras cosas, de la cuestión palestina, del genocidio bosnio o de situaciones similares interpretadas exclusivamente en términos de agravio diferencial. Acaso eso explique por qué dos tunecinos enviados de Osama Bin Laden, por cierto recientemente condenados por un tribunal francés, se hicieron pasar por periodistas y asesinaron al principal dirigente de los combatientes antitalibanes exactamente dos días antes de aquel 11 de septiembre. Es muy posible que la ofensiva estadounidense en territorio afgano como respuesta severa e inmediata a lo ocurrido esa fecha hubiese sido anticipada, incluso deseada, por los emprendedores de la yihad global.
Pero si los líderes de Al Qaeda esperaban beneficiarse de un eventual incremento en esa hostilidad más o menos generalizada que existe dentro del mundo árabe e islámico hacia el mundo occidental, movilizando masas enteras de musulmanes tras de sí, en pos de un califato universal rigorista y del dominio de su particular concepción fundamentalista del hecho religioso sobre la humanidad en su conjunto, diríase que a la postre están fracasando en el intento. Estudios fiables de opinión pública llevados a cabo en los más importantes países africanos o asiáticos con sociedades predominantemente musulmanas indican, con algunas excepciones, que sus habitantes tienden ya a compartir con los europeos o los norteamericanos una misma percepción del extremismo islámico como amenaza y que el apoyo a los actos de violencia en supuesta defensa de la propia fe, incluido el terrorismo suicida, se ha reducido muy significativamente durante los dos o tres últimos años, periodo durante el cual ha caído también de manera ostensible la confianza en Osama Bin Laden.
No es para sorprenderse demasiado. Pese a la retórica antioccidental propia de Al Qaeda y del conjunto de entidades asociadas con la misma, la realidad es que el terrorismo internacional está afectando, al menos desde el 2003, sobre todo a su propia población de referencia. En otras palabras, la mayoría de las víctimas mortales y de cuantos heridos ha ocasionado estos dos últimos años la yihad global son musulmanes que habitan en países donde el islam es el credo predominante. Esta realidad es susceptible de alienar en buena medida a las propias masas que los terroristas quieren movilizar, suscita contradicciones dentro del propio sector yihadista, ha provocado escisiones en algunos grupos armados de ámbito local y plantea dificultades para obtener el rendimiento que los dirigentes de todo este entramado de violencia fanática esperan de su propaganda. Abu Musab al Zarqawi, por ejemplo, viene dedicando un esfuerzo verdaderamente llamativo, a través de Internet, a justificar religiosamente el derramamiento de sangre musulmana como algo inevitable para, según alega de manera reiterada, no perturbar el curso de la guerra santa.
Ahora bien, aun cuando Al Qaeda se ha debilitado y quienes la lideran son hoy por hoy incapaces de atraerse incondicionalmente a las masas de musulmanes que desearían ver entregadas a sus designios, el movimiento de la yihad global que han promocionado durante las dos últimas décadas está más extendido que nunca. Éste es el resultado, paradójico si se quiere, de la descentralización y la fragmentación de su núcleo original, una vez privado de base territorial estable. Esos grupos y organizaciones que practican el terrorismo internacional continúan aprovechándose de procesos de radicalización que afectan a colectivos enteros de musulmanes, dentro y fuera del mundo islámico. Radicalización que difiere de un contexto a otro pero invariablemente acontece dentro de subculturas de la violencia creadas por predicadores neosalafistas del odio, medios de comunicación complacientes con el yihadismo y sitios en el ciberespacio donde se divulgan ideas nada ponderadas sobre antagonismos que afectan a musulmanes junto con incitaciones a la venganza. Urge contrarrestar con determinación estos factores.
El peligro es ahora el de una violencia más difusa, en cuyo planeamiento y ejecución coinciden el propio centro decisorio de Al Qaeda, sus numerosas entidades afiliadas en distintos países o regiones del mundo, e incluso las células locales que se constituyen a sí mismas aunque operan luego en consonancia con los objetivos de aquella estructura terrorista y, por supuesto, con sus métodos. En la medida en que Al Qaeda está compartimentada y sin la estructura jerarquizada de coordinación y mando que tuvo hasta el 11 de septiembre, son menos probables, aunque todavía no descartables del todo, los atentados megaterroristas contra objetivos de gran relevancia, planificados con sofisticación y ejecutados directamente por suicidas entrenados durante largo tiempo. Al contrario, siguen resultando más verosímiles los actos de terrorismo contra blancos de oportunidad y fácilmente accesibles, mediante dispositivos explosivos relativamente simples y mucho menos costosos, perpetrados por individuos pertenecientes a sus grupos u organizaciones afiliadas.
Estas entidades locales o regionales asociadas mantienen la capacidad necesaria para planear y ejecutar campañas sostenidas de violencia en ámbitos territorialmente demarcados, como ahora mismo Irak, en alguna menor medida Afganistán y quizá otros países árabes o asiáticos cuyo control aspiran a conseguir los terroristas. Igualmente pueden llevar a cabo atentados espectaculares de impacto mundial, realizados por sí mismas o en conexión con enlaces itinerantes de Al Qaeda. A este respecto, la utilización por parte de los grupos y organizaciones que constituyen las redes del actual terrorismo internacional de algún tipo de componente químico, bacteriológico, radiológico o nuclear continúa siendo estadísticamente poco probable, en particular por lo que se refiere al último de esos supuestos. Pero es un riesgo que en modo alguno debe subestimarse, dada la acreditada predisposición que los emprendedores de la yihad global han mostrado hacia la adquisición y el uso de las llamadas armas de destrucción masiva. Más aún teniendo en cuenta la erosión del orden social que un atentado de esas características entrañaría allí donde ocurriese.
En suma, cuatro años después del 11 de septiembre, Al Qaeda ha sido privada del vigor que exhibía antaño, pero el conjunto de sus grupos y organizaciones afiliadas suponen una considerable amenaza global que no va a remitir en breve, aun cuando el hecho de estar ocasionando muchas víctimas entre musulmanes limite su habilidad para movilizar los recursos humanos y materiales con que perpetuarse. A corto plazo, por tanto, no es realista pensar en la erradicación de este terrorismo internacional. Pero la violencia yihadista puede ser contenida o aminorada, mediante la aplicación conjunta de medidas gubernamentales proporcionadas y sobre todo acomodadas a las peculiaridades del fenómeno, en especial por lo que se refiere a las capacidades de inteligencia, sin olvidar una efectiva cooperación transfronteriza y la indispensable reacción social de los musulmanes dentro o fuera del mundo islámico. Eso sí, prácticamente desbaratado el santuario afgano de Al Qaeda hace casi cuatro años, los márgenes para una respuesta militar al terrorismo internacional se redujeron sobremanera. Un fenómeno así de complejo, privatizado, desterritorializado y extendido no puede ser derrotado militarmente.
Fernando Reinares es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos, investigador principal de terrorismo internacional en el Real Instituto Elcano y asesor para asuntos de política antiterrorista del ministro del Interior.
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