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Hacer y comunicar en política

Antes del verano algunos teníamos la esperanza de que el descanso estival serviría para salir del atolladero en el cual la vida política catalana estaba inmersa. El verano ya se ha ido y parece que hemos salido del atolladero para meternos en un callejón sin salida. Motivos para el desasosiego los hay, para qué vamos a engañarnos. Y no sólo por lo que la voracidad verbal nos ha deparado este mes de agosto, sino por las escasas y difíciles escapatorias que ofrece el callejón en el que estamos. A mi modo de ver, ya no sólo se trata de preguntarnos cómo salvamos el Estatut, sino cómo salvamos la propia acción política. El rídiculo con el Estatut sonroja, los avatares de la acción política acongojan.

Las vivencias políticas -por nombrarlas de alguna manera- de este verano tienen su origen en cuestiones y actitudes que arrastramos desde hace años. No es cierto que lo que en Cataluña ha venido ocurriendo estas últimas semanas sea el resultado de un mal sueño de una noche de verano. Lo acaecido estos meses estivales ha sido simplemente una fase intensa, un apogeo, de un estilo de hacer y comunicar la política que hace años que se detecta. Ha sido un brote de una enfermedad que, a pesar de ser conocida, su gravedad no ha sido suficientemente diagnosticada.

La relación particular entre los medios de comunicación y los actores políticos es probablemente uno de los orígenes de la situación vivida. Nos hemos acostumbrado a una situación en la que todo, absolutamente todo, tiene que ser noticia. No sólo lo relevante es hoy noticia. También se pretende que lo sea aquello que simplemente no es relevante. En verdad muchas cosas irrelevantes intentan adquirir ese estatus de relevancia a partir de su aparición en los medios de comunicación. Y es en ese punto en que los actores políticos intentan adaptarse a las exigencias -no escritas pero perfectamente conocidas- de los medios. Y los medios sacan provecho de esa predisposición. La norma no escrita que rige la política informativa en la mayoría de los medios -ya sean televisivos, radiofónicos o escritos- tiende cada vez más a ser la que impone la lógica televisiva. La espectacularidad tiende a ganar espacio ante lo que es profundo, sereno. Lo inmediato, lo actual, aunque sea perecedero y poco relevante, gana siempre a la información reflexiva. Sólo hay que mirar las redacciones de nuestros medios de comunicación y ver cuántos de sus profesionales se dedican a eso que hace unos cuantos años se conocía como periodismo de investigación. Y es evidente que los profesionales no son responsables de esa situación y que detrás de la misma hay que buscar razones empresariales, quizás también perfectamente legítimas.

Una circunstancia en que se produzca o simplemente se intuya confrontación o tensión será noticia con más posibilidades que una situación en que simplemente se construya un diálogo. Lo destructivo -para decirlo llanamente- siempre tenderá a ganar la batalla informativa a lo constructivo. Hay muchos motivos que permiten sostener esta afirmación, pero una profundamente relevante es que de lo destructivo siempre se puede esperar polémica. Es decir, de una declaración destructiva un medio informativo siempre puede esperar una réplica que permita dar continuidad a esa noticia. E incluso esa misma lógica permite que el propio medio se convierta de alguna manera en parte de la misma noticia.

Si analizamos lo que está acaeciendo en Cataluña con todo el culebrón estaturio, no será dificil llegar a la conclusión de que una parte del problema lo podemos atribuir a la situación de vedetismo a la cual se ha visto sometida en todas y cada una de sus sesiones de trabajo la comisión y la ponencia parlamentaria que desde hace 17 meses ha intentado poner negro sobre blanco en esta cuestión. No es posible que en nuestra vida política no se pueda producir ningún movimiento, ningún debate, ninguna reflexión sin que los medios de comunicación tengan que dar noticia de los mismos, y evidentemente sin que alguien dé razón a los medios de los mismos. Hoy, 5 de septiembre, vamos a conocer oficialmente un dictamen del Consejo Consultivo que ya ha sido divulgado en los medios antes de que sea incluso materialmente elaborado. No deja de ser curioso.

No es posible vivir bajo esta presión en la que entre todos -políticos, periodistas y también los analistas y sobre todo los tertulianos- hemos convertido la política en una suerte de Gran Hermano permanente en que nadie puede hacer, decir ni incluso pensar, sin que su acción, su verbo y, exagerando, incluso podríamos decir que su pensamiento acaben siendo publicitados a los cuatro vientos. Es evidente que no debemos caer en el secretismo ni en la ocultación de la realidad ni la acción política. Pero de ahí a una exhibición permanente hay escenarios intermedios mucho más razonables y seguramente recomendables. Y el problema de esa exhibición permanente de determinadas situaciones políticas es que incita a la clase política a sobreactuar de manera exagerada.

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No hay un responsable único de esta situación. No son los periodistas o comentaristas peores que los políticos, ni éstos peores que los anteriores. Pero hay que reconocer que esa retroalimentación -que aparentemente es funcional a todas las partes implicadas- acaba dañando la esencia de la política y de la democracia y a la vez abocando el periodismo a una lógica infernal. Tenemos un exceso de politiquería y una necesidad urgente de más y mejor política. Hay que encontrar un camino que permita retroceder en algunas de las prácticas adquiridas y aceptar que otra forma de hacer y comunicar la política es posible.

Jordi Sánchez es politólogo.

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