El Brasil no se lo merece
Cuando un presidente tiene que aclarar que no va a renunciar como un antecesor, que tampoco se va a suicidar como otro y que no caerá por un golpe de Estado, es que la situación está grave. Esto es lo que pasa hoy con el presidente Lula da Silva, que pretendiendo afirmar su posición, hubo de recordar las mayores tragedias cívicas de su país: el suicidio en 1955 de Getulio Vargas, el gran caudillo riograndense dos veces presidente; la disparatada renuncia en 1961 del excéntrico presidente Janio Cuadros y el golpe de Estado militar que en 1964 derrocó a João Goulart. Hace tres meses, nadie podía imaginar que esto le ocurriría a uno de los mandatarios más populares del mundo contemporáneo, modesto obrero metalúrgico llegado al Gobierno luego de una larga lucha sindical y de haber fundado un partido de izquierda obrerista que, al conquistar el gobierno luego de dos fracasos, ha actuado con enorme sensatez económica. A estas circunstancias, Lula le añade un gran encanto personal, una natural simpatía, una espontánea actitud de sencillez sin afectaciones. El hecho es que hoy está envuelto en una singular crisis sobre denuncias de corrupción que han herido severamente el prestigio del PT, su partido, y han lesionado al Gobierno en su corazón por alcanzar -entre otros- al hoy renunciante ministro José Dirceu, hasta hace poco el hombre fuerte del Gobierno, de quien dijera públicamente el presidente que su Gobierno era un equipo y Dirceu su capitán...
El ex presidente José Sarney, escritor y académico, figura consular de la política tradicional del norte brasileño, dijo el otro día en un discurso de apoyo al presidente que, habiendo él vivido muchas crisis políticas, debía señalar que ésta era la primera en tiempo real, con fiscalización diaria y acompañamiento inmediato a través de los medios de comunicación. La aguda observación le da a todo el episodio un dramatismo particular. Día a día, hay una novedad, un nuevo personaje, una nueva denuncia, a veces con pruebas en la mano, en ocasiones sin nada muy concreto. Mientras tanto, tres comisiones de investigadores se disputan el rating televisivo: una investiga la poderosa empresa de Correos, de donde está probado que salieron fondos para pagar campañas y sobornos; otra investiga la también probada corrupción en las salas de juego; otra el mensalao, o sea, la horrorosa comprobación de que una legión de parlamentarios cobraban ilícitamente del Gobierno pagos mensuales que compensaban apoyos parlamentarios.
Al principio pareció que la figura del presidente se preservaba del episodio. Aun la oposición, que no empujaba ningún empeachment o juicio político que le derrocara, trataba de separar al mandatario de su partido. Pero las abrumadoras evidencias sobre financiación ilícita de su campaña electoral y la idea de que cuesta creer que el presidente no supiera nada de nada de lo mayúsculo que ha aparecido, le han ido hiriendo, lenta pero progresivamente. Las encuestas que hasta hace poco le hacían favorito incuestionable a ser reelecto el año que viene, hoy dicen lo contrario.
Nadie apuesta a la caída del presidente. La oposición del PSDB (partido del ex presidente Fernando Henrique Cardoso y de los virtuales candidatos José Serra, alcalde de la ciudad de San Pablo; Gerardo Alkmin, gobernador del Estado de San Pablo, y Aecio Neves, gobernador del Estado de Minas Gerais) se cuida mucho. Todos sienten -y sienten bien- que es criminal una crisis institucional en un Brasil que ha alcanzado una gran estabilidad institucional, que por vez primera en su historia posee dos grandes fuerzas políticas asentadas con opción de gobierno y otras dos que articulan con las otras en un sabio equilibrio de poder que funciona armónicamente desde la renuncia, en 1992, de Fernando Collor de Melo. Que Lula llegue o no a ser candidato a su reelección, ya es otra cosa, porque cada vez está más claro que si hoy renunciara a esa posibilidad y se concentrara en gobernar, limpiar a su partido y alejarse de lo que hagan los investigadores parlamentarios o judiciales, lograría encalmar mucho las aguas.
Pase lo que pase, es muy dolorosa una crisis de corrupción en la vida pública de un tan grande y respetable país. Y es cierto que "Brasil no se lo merece", como condolidamente lo ha dicho el propio presidente. Su estabilidad económica, su madurez política, la calidad de su cultura, la maravilla de su música, el brillo de su deporte, expresión popular de la gracia y creatividad natural de su pueblo mestizo, hacen sentir como muy injusto lo que pasa. Injusto incluso con un presidente al cual podrá hoy calificarse como se quiera, pero que venía cumpliendo razonablemente su tarea y que simboliza el acceso del pueblo común y silvestre a la conducción de una sociedad que arrastra desde los tiempos de la esclavitud negra una terrible desigualdad social. Desigualdad que, sin embargo, no ha llevado al resentimiento o a la violencia social a su pueblo, impregnado de esa alegría de la vida propia del animismo africano, que floreció -al mestizarse con el portugués- en la creación singular que es el brasileño...
Hoy por hoy, el Gobierno se esfuerza, ante todo, en blindar a su ministro de Economía, Antonio Palocci, un médico que ha hecho el milagro de disciplinar en la ortodoxia a un partido formado sobre la base de una organización sindical de izquierda latinoamericana (que no es lo mismo que decir izquierda europea). Tan ortodoxa es esa política que no sólo incluye rigor fiscal severo, sino que -para preservarse del mal inflacionario- ha mantenido las tasas de intereses en un desalentador nivel superior al 19%. Ni este ministro se ha salvado de algún dardo de corrupción, pero todos tratan de sanar su herida y preservar a quien es mirado por empresarios y trabajadores, oficialistas y opositores, como la garantía del equilibrio general. Está claro que si al desbarajuste político se le añadiera una incertidumbre económica, todo sería mucho más grave.
¿En qué terminará todo esto es la pregunta del día? ¿Qué quedará de esta tormenta? Sin duda, un saneamiento de una política que mantenía espacios de corrupción muy grandes. Sin duda, también un PT herido, debilitada esa fuerza avasalladora que hasta hace poco parecía cubrir todas las estructuras de la sociedad brasileña. Probablemente la economía mantenga su ritmo de crecimiento, que si no es explosivo, mantiene un avance constante, por el aliento de una agricultura en revolución que ha superado al viejo sueño industrial de Getulio Vargas y Juscelino Kubitschek. Lo más probable es que Lula termine su mandato, pero esa aureola mágica del presidente mecánico-tornero ha sido arrasada por el huracán. Lo que ya se ha abierto, y no se cerrará hasta el último día, es la carrera presidencial de 2006. ¿El PT puede afrontar con alguna chance una elección sin Lula? ¿O Lula seguirá adelante, contra viento y marea, aun a riesgo de postularse y perder? ¿El PSDB, con sus posibilidades acrecidas, no desatará ya una carrera apresurada por la candidatura entre los delfines del prestigioso ex presidente Fernando Henrique Cardoso, en lo personal la figura de mayores capacidades reconocidas? ¿Él mismo no quedará obligado a postularse para detener esas ambiciones? Esas y otras preguntas irán apareciendo y despejándose en el correr de los meses, pero está claro que ya comenzó una nueva y neblinosa carrera presidencial en la que hoy nadie puede cantar victoria.
Julio María Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.
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