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Columna
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Viciosos sin fronteras

Javier Cercas

Sidney Kugelmass, profesor de humanidades en Nueva York, no es feliz en su segundo matrimonio. Casado con una troglodita, necesita poner en su vida un poco de romanticismo; como no puede permitirse un segundo divorcio, porque su mujer le partiría la cabeza, la aventura debe ser discreta, y el Gran Persky, un mago que se ha enterado de su problema, le ofrece la solución. La solución es un armario mágico: Kugelmass no tiene más que meterse en él, y el Gran Persky echará dentro el libro que su cliente haya elegido, cerrará las puertas, dará tres golpecitos y el profesor saldrá proyectado hacia ese libro, de manera que podrá conocer a cualquiera de las mujeres que crearon los mejores escritores del mundo, aquella con la que Kugelmass haya soñado. Kugelmass acepta, después de algunas dudas elige proyectarse en Madame Bovary, se mete en el armario, oye los tres golpecitos mágicos y de inmediato aparece en el dormitorio de Emma Bovary en su casa de Yonville. Se inicia así un idilio apasionado: Emma y Kugelmass conversan, sueñan, follan, son felices. Kugelmass viaja varias veces a Yonville; Emma viaja una vez a Nueva York. Mientras tanto, los estudiantes de todo el mundo preguntan a sus profesores: "¿Quién es ese personaje de la página cien? ¿Cómo es posible que un judío calvo esté besando a madame Bovary?". Hasta que un profesor de la Universidad de Stanford da con la respuesta. "No entiendo nada de nada", dice el día en que Emma visita Nueva York. "Primero aparece ese Kugelmass y ahora desaparece ella. Supongo que ésta es la prerrogativa de los clásicos: los vuelves a leer por enésima vez y descubres siempre algo nuevo".

No cuento el final del cuento, que es de Woody Allen y acaba en catástrofe, como debe ser. Lo que cuenta es que, aunque nunca podamos llevarnos la sorpresa que se lleva él, el perplejo profesor de Stanford tiene razón: los libros que nos gustan nos gustan porque nunca acaban de decir lo que tienen que decir, o porque nunca nos hartamos de escucharlo. Todos escuchamos muchas veces las canciones que nos gustan, pero poca gente lee muchas veces los libros que le gustan. Esto es un error. Leer un libro por primera vez es como follar con alguien por primera vez; se trata de una tarea informativa: cartografiamos el territorio, verificamos si es de nuestro gusto, localizamos los puntos álgidos, ensayamos posturas. Eso es más deslumbramiento que placer: el placer llega con la segunda, con la tercera, con la cuarta, con la quinta vez, cuando uno ya conoce y elige y ofrece y pide, y no necesita leer el libro entero para disfrutar de sus pasajes favoritos. Por supuesto, no digo que no haya placer en la aventura y aventura en el placer; digo que el primero es el momento épico, y el segundo, el momento hedónico. También digo que no hay nada más estúpido que hacerse trampas con el placer, que es una de las pocas cosas serias de la vida. "Ningún relector serio relee para complacer al profesor", escribe Larry McMurtry. Yo aún diría más, como dirían Hernández y Fernández: ningún lector serio lee para complacer al profesor, como ningún amante serio folla para complacer al asesor de imagen. El profesor -el asesor de imagen- es, por supuesto, el Canon. Homero, Dante y Shakespeare están muy bien, pero hay que mandar a la mierda a quien sólo relee a Homero, a Dante y a Shakespeare, igual que hay que mandar a la mierda a quien no se conforma con menos que Inés Sastre, aunque Inés Sastre nos vuelva locos a todos.

Luego están los viciosos. Los que no se conforman. Los que siempre quieren más y para lograrlo están dispuestos a someterse a los experimentos más perversos o extravagantes, como Kugelmass. O como Ponç Puigdevall. Puigdevall, que es el crítico literario más temido de la literatura catalana y que no se resigna a que la carne sea triste y él haya leído ya todos los libros, ha ideado un método revolucionario de lectura. Hace un año su mujer le expulsó de casa, así que empaquetó su biblioteca en cajas de cartón y me pidió que las guardara en mi despacho, cosa a la que accedí tras obligarle a jurar que a partir de ese momento calificaría todos mis libros de obras maestras. Aquí tengo las cajas, a mi lado, encima de mí, y dentro duermen los libros; se están deshaciendo, las páginas de unos mezclándose con las de los otros, hasta que acaben convertidos en mazos azarosos de hojas. Entonces, dentro de un año, tal vez dos, Puigdevall abrirá de nuevo sus novelas amadas y, como el profesor de Stanford, comprobará que son otras: verá a don Quijote embistiendo lanza en ristre las hileras de granaderos franceses en Borodino, a Raskólnikov perdido en la polvareda de Waterloo, al príncipe Bolkonsky agonizando en un hospital de campaña en brazos de Hester Pryne, a Lucien Rubempré hablando con Stephen Dedalus sobre la estética de santo Tomás en un tabernón de Dublín, a Jay Gatsby paseando con el barón de Charlus por el atardecer del Bois de Boulogne, a Joseph K. esperando en vano a los bárbaros en la fortaleza Bastiani, y a Cayo Bermúdez conspirando sin pausa, con la ayuda de Nemesio Cabra Gómez, para fusilar al coronel Aureliano Buendía y así ganarse los favores de Teresa Serrat. Y en ese momento empezará una era, nueva y más rica, del arte de la lectura.

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