Barcelona mestiza
Barcelona, barrio de la Ribera, 1999. ¿De dónde sale esta gente? ¿Qué contempla? Doce rostros se distinguen con claridad, ninguno mira a la cámara porque para ellos la cámara es lo de menos. Señoras Marías, Fátimas, Estelas, Shivas... y un niño, de espaldas, agarrado por su madre, nos contemplan a nosotros. Su mirada traspasa la fotografía. Mirones y mirados somos lo mismo: barceloneses. Algunos llevamos aquí mucho tiempo. Otros, como varias mujeres de la fotografía, han venido hace poco y conservan sus pañuelos en la cabeza, pero sus hijos ya se llaman Joan. Han llegado para quedarse.
Son una masa abigarrada que llena la ciudad de personas de variado color de piel. Aún estamos acostumbrándonos a su presencia creciente. Al principio llamaban la atención, eso hoy ya no sucede. Pronto pueden ser más que nosotros: son ellos quienes tienen los hijos que los de aquí retrasan indefinidamente. Los que han llegado suelen ser los más listos de sus pueblos, los más valientes: han tomado el portante, han recorrido kilómetros y pasado peligros para vivir mejor. Saben hacer las cosas sencillas que los sofisticados europeos hemos olvidado: cuidar niños y viejos, hacer la vida más agradable a los demás, dar cariño. Piensan que pueden ganarse la vida con sus brazos, con su trabajo.
Estamos en trance de observarnos sabiendo que hay que convivir y que dependemos unos de otros. ¿Quién piensa que convivir o depender de otro sea fácil?
No solemos preguntarnos cómo nos ven ellos a nosotros. Esto es lo que plantea la fotografía de Joan Guerrero: ¿cómo mira un inmigrante a los que le reciben? El fotógrafo pasó por la experiencia: Guerrero llegó a Barcelona en 1964, y más de 30 años después encontró su propia mirada de recién llegado a una tierra extraña en este grupo de personas, casi todas mujeres.
Observemos la fotografía: nos miran con seriedad, asombro y algo de reserva, como si fuéramos un espectáculo. Seguramente lo somos. Se esfuerzan por entendernos desde el día en que aparecieron, pero las costumbres de otros lugares no se aprenden en dos días, y, aunque no lo dicen, nuestras caras les parecen tan extrañas como nuestras dos lenguas. Se están adaptando aún: algunas llevan esos pañuelos que han usado toda la vida y deben de notar que nosotros vemos en ese cubrirse la cabeza una extraña y anticuada manía. Hemos perdido la memoria: las españolas del campo llevaron pañuelos así hasta hace poco.
El pañuelo es una forma de decirnos que son diferentes: aquí estamos, hemos llegado, no vayáis a pensar que todo lo vuestro nos va a parecer bien. Sin embargo, visten ropas a nuestra usanza, ropas que no siguen moda alguna y la mujer que sujeta al niño lo lleva colgado de un moderno soporte de marca: extraña mezcla de mundos y de tiempos históricos.
En esto debe consistir el mestizaje: mirarnos unos a otros, constatar diferencias, aprender y cohabitar. Serrat ha cantado así al mestizaje de hoy: "Lo común me reconforta, lo distinto me estimula". Todos estamos en trance de observarnos mutuamente sabiendo que hay que convivir y que dependemos unos de otros. Decir lo contrario es hacer demagogia o moralina: ¿quién piensa que convivir o depender de otro sea fácil?
La fotografía tiene una pequeña historia interna: a la izquierda, una chica joven, con el pelo corto, acaso ella misma descendiente de inmigrantes porque a Barcelona todos han llegado alguna vez desde alguna parte, guiña el ojo al pequeño que sostiene su madre. Un guiño de complicidad entre los que ya estaban y los que acaban de llegar: un guiño entre generaciones que crecen rodeadas de gentes que nunca pudieron imaginar. "Ya verás, chaval, lo que te espera aquí, sé bienvenido", dice el gesto de la chica al pequeño inmigrante.
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