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Romper el miedo

Antonio Elorza

Uno de los aspectos más contradictorios de la obra de Cervantes es el tratamiento del tema morisco. Por un lado, los episodios cruzados de Ricote y de su hija, "la hermosa morisca", dan prueba de una alta sensibilidad hacia los individuos de la minoría expulsada en 1609. Los apuntes biográficos sobre ambos personajes recogen tanto las vejaciones sufridas, como su dolor al haberse visto excluidos de una España cuya ausencia lloran por ser "nuestra patria natural". Por otro, Cervantes pone la justificación de la medida en boca del morisco Ricote, el mismo que no ha podido reprimir sus deseos de volver guiado por "el amor de la patria". No es juego limpio: la voz de la víctima legitima el castigo. Estamos lejos de la voluntad de asimilación y de las censuras contra la discriminación que pocos años antes presidiera la historia breve de Ozmin y Daraja, insertada por Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache. Ricote califica de "inspiración divina" la orden de expulsión, dados "los disparatados intentos que los nuestros tenían", y sobre todo ensalza la severidad con que fue ejecutada. "No era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa". Tales elogios pudieran parecer efecto del conformismo, una vez la expulsión consumada, pero es el caso que apenas llegado al trono Felipe III, Cervantes la había propuesto ardorosamente en el tercer libro del Persiles, siempre por medio de un buen morisco. Hay que cubrir los mares con galeras que se lleven lejos "las malezas", unas poblaciones cada vez más peligrosas por su constante multiplicación, que estorban "la abundancia cristiana", dejando "la taza de tu reino resplandeciente como el sol". Ricote celebrará el resultado: "España, ya limpia, ya desembarazada de los temores en que nuestra muchedumbre la tenía".

Son los argumentos de las modernas corrientes xenófobas. Ante todo, la exaltación de la propia pureza y el miedo al enemigo interior. De nada vale que los dos moriscos del Quijote y del Persiles sean gente honesta; ello se explica por ser cada uno de ellos "moro sólo en el nombre y en las obras cristiano". Un nostálgico como Cervantes de la perdida estabilidad del orden económico y social quebrado en el fin de siglo, que ve en el Sancho gobernador de la ínsula un almotacén custodio del equilibrio en los mercados, busca en los moriscos el chivo expiatorio. Con la salida de la minoría maldita, piensa que cesará la inseguridad y que el ensimismamiento garantizado por la limpieza de sangre ha de compensar en el plano psicológico el impacto de la triple crisis financiera, militar y demográfica. No alcanza a percibir, como hiciera uno de los más lúcidos arbitristas, Pérez de Herrera, que de las tensiones en la sociedad española, apreciadas en su Amparo de pobres, de 1598, se pasa en una década a una profunda crisis generada por las malformaciones del cuerpo social. El autor del Quijote se suma así a la orden de hombres encantados, "fuera de la realidad", que para el memorialista Cellorigo caracterizan a la España de 1600, de los que su propio personaje central es figura emblemática.

La actualidad de la fábula cervantina es evidente, cuando de nuevo en una coyuntura crítica, ahora a escala mundial, la satanización del otro y "los temores" inspiran los comportamientos colectivos, al abordar la cuestión de las nuevas minorías moriscas, implantadas ahora en un espacio mucho más amplio, con el terrorismo en el lugar que en tiempo de Cervantes representara la amenaza turca. Carlos Fuentes acaba de explicar en este diario hasta qué punto el miedo es el último recurso que le queda a Bush para recabar un apoyo en la opinión pública americana con el objeto de justificar su catastrófica invasión de Irak. El miedo permite aún hoy sostener lo insostenible, si bien estuvo ya presente desde un primer momento tras el 11-S. Complemento: la consideración del otro como ser infrahumano, a quien no cabe reconocer unos mínimos derechos (Guantánamo, prisiones de Irak), y al que se presenta dotado de poderes diabólicos, de una ilimitada capacidad de destrucción. Ejemplo: Sadam Husein. Es una visión irracionalista enraizada más allá de la esfera política y a la cual el cine de Hollywood nos tiene de sobra acostumbrados desde que el desplome de la URSS invalidó el clásico esquema bipolar. El Satán comunista es sustituido por la amenaza de fuerzas o personajes perversos y amenazadores. Los relatos se sitúan en la esfera privada, pero el mensaje concierne a la mentalidad colectiva. En el guión-tipo, un personaje malvado hace irrupción en la pacífica vida del americano medio, casi siempre amenazando su ejemplar vida de familia, y el orden sólo es restaurado cuando la célula familiar le extermina en una acción de máxima violencia. Recordemos, entre decenas de ejemplos, El cabo del miedo, de Scorsese. Título bien significativo, con un villano interpretado por De Niro que está pidiendo a gritos ser asesinado en aras del orden desde que aparece en la pantalla. Lo mismo que Sadam Husein. No importa que el peligro sea ficticio.

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La presunción de eficacia de una estrategia política fundada sobre el miedo apela a su contundencia. Nada más claro que la consigna de guerra antiterrorista a escala mundial. Sólo con movilizar desde la misma el inmenso potencial bélico de los Estados Unidos, la victoria parecía en principio asegurada. En la práctica, ha sucedido todo lo contrario, de acuerdo también con la tradicional incapacidad de nuestras sociedades para ponderar el peso de los componentes de un proceso histórico, recurriendo a la fácil designación de un chivo expiatorio, como esos moriscos de nuestra literatura cervantina cuyas culpas vinieron a tapar el saldo negativo del imperialismo de Felipe II. En el mundo occidental de hoy, ni siquiera hemos sido capaces de afrontar la explicación de los grandes momentos de barbarie en la historia del siglo XX. Así tenemos siempre a la vista el horror nazi, en tanto que, alianzas con el imperio obligan, los genocidios causados por el militarismo japonés han quedado en la sombra. Conviene tenerlo en cuenta cuando todas las miradas se centran en Hiroshima y Nagasaki. Las bombas atómicas fueron soluciones bárbaras, y en cuanto tales han de ser valoradas; sólo que al mismo tiempo los más de cien mil muertos provocados por el trato inhumano de los militares japoneses a los presos y trabajadores forzados en la construcción del famoso ferrocarril del río Kwai fueron borrados de la memoria histórica, configurada mediante un filme digno por su edulcoración de la factoría Disney. No es un caso único. Pensemos en el contraste entre las imágenes de alemanes y japoneses en dos obras de Spielberg: villanos sanguinarios los primeros en La lista de

Schindler; violentos, pero en el fondo idealistas, los segundos en El imperio del sol. El cine sirve aquí otra vez de respaldo a una política a la cual sirve y que fue configurando desde 1945 en los Estados Unidos su máscara de una realidad, que se intenta evitar, a veces estúpidamente. Prevalece entonces una y otra vez la respuesta dictada por el miedo y la atención prioritaria a unos intereses inmediatos que aconsejan alianzas suicidas o indignas (talibanes, régimen islamista de Sudán) y desembocan inevitablemente en la designación de chivos expiatorios y en desastres políticos.

El producto inmediato del miedo no es otro que una violencia irracional, del tipo de la surgida en Holanda tras el asesinato por un integrista de Theo van Gogh o de la que viene salpicando la crónica de actos contra musulmanes en Inglaterra desde el 7 de julio. Por regresar al punto de partida, conviene tener en cuenta la propuesta de un político que deliberadamente se coloca hoy en la estela del Quijote y que si bien por sus muchas lecturas de los libros de caballerías del siglo XX anda algo extraviado, ha sabido por lo menos sacar a la luz una vieja injusticia, la que desde la conquista recayó sobre los pueblos indígenas de América. Para escapar al círculo vicioso de la violencia y del conformismo, aconseja el subcomandante Marcos, lo primero es romper el miedo, encarando la dura realidad del mundo de nuestros días. Y tratando de modificarla.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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