El gusanillo de los libros
Desde que comencé a publicar libros me han hecho decenas, acaso centenares de entrevistas, y todas las fui olvidando a medida que ocurrían. Menos una, que, con el tiempo ha ido cobrando proporciones míticas en mi memoria. Ocurrió hace unos veinte años, en el curso de un enloquecido viaje de diez días por los Estados Unidos, con motivo de la aparición de una de mis novelas en inglés. Saltaba de una ciudad a otra en vuelos que duraban a veces cuatro o cinco horas y en cada lugar me veía sometido a una vertiginosa ronda de ruedas de prensa, diálogos, firmas, charlas, almuerzos y cenas que en la noche me derribaban en la cama, no a dormir sino a desmayarme por apenas tres o cuatro horas de sobresaltadas pesadillas.
Pero las veinticuatro horas que pasé en Los Ángeles justificaron esa gira en la que casi dejo el pellejo. Comenzó al alba, cuando la encargada de pilotarme por las obligaciones del día me recogió en el hotel para llevarme al recinto de un college de un suburbio negro de la ciudad, donde, me explicó, había tenido que "refugiarse" el director del programa de radio que me iba a entrevistar. Se llamaba "El gusanillo de los libros" (no confundirlo con la "polilla", por favor). "Los programas dedicados a la literatura tienen la vida difícil en este país", precisó. Pero añadió que, pese a su apariencia paupérrima, "El gusanillo de los libros" era escuchado en toda California por la gente que visitaba librerías y compraba libros. Y que era un verdadero privilegio aparecer en él porque su editor era muy "discriminatorio" (palabra que en inglés es un elogio).
Sí, el local no podía ser más miserable. Un pequeño galpón oscuro, en un rincón perdido de un college de tercera o cuarta categoría, que dividía un cristal impulcro a un lado del cual estaba el técnico y su equipo de grabación y, al otro, el "gusanillo" en persona, sentado en una silla de inválido. Se trataba de un hombre joven, algo grueso, y que, pese a su limitación física, se movía con desenvoltura. Parecía muy serio. Me acurruqué como pude a su lado y me explicó que el programa, de una hora, consistiría en una primera media hora en la que él "contaría" mi libro a sus oyentes, ilustrando su relato con algunas lecturas, y que, en la segunda mitad, conversaríamos. Apenas comenzó a hablar quedé prendido de lo que decía y, casi inmediatamente, conquistado. Tenía la impresión de que hablaba de un libro ajeno, pero no porque traicionara en lo más mínimo mi historia, sino porque su síntesis más bien la embellecía, depurándola y reduciéndola a lo esencial. No hacía la menor crítica, no daba opinión personal alguna, se limitada a "contar" la novela con una neutralidad absoluta, desapareciendo detrás de los personajes y la historia, sustituyéndolos en cierto modo, con una destreza consumada y pequeños pero muy eficaces efectos -pausas, énfasis, cambios de tono- que enriquecían extraordinariamente aquello que contaba. No sólo había leído el libro de manera exhaustiva; había seleccionado de modo tan certero los fragmentos que me hizo leer que éstos, a la vez que ilustraban muy exactamente su relato, dejaban en el oyente una curiosidad afanosa sobre lo que vendría después.
El diálogo fue para mí tan sorprendente como la primera parte de su programa. Sus preguntas no incurrían en los inevitables lugares comunes ni se apartaban un segundo del libro que nos tenía allí reunidos. Más bien, me obligaban a retroceder a la época en que por primera vez tuve la idea de aquella ficción, a rememorar las experiencias que me la sugirieron, y, luego, al proceso que la fue plasmando en palabras, a las lecturas, ocurrencias, memorias de que me fui sirviendo a la hora de escribirla, y, por último, a revelar aquellas intimidades más secretas que, como ocurre casi siempre cuando uno escribe una novela, fueron apareciendo, atraídas misteriosamente por la imaginación para irrigarla, para dar apariencia de vida a los fantasmas.
Cuando terminamos lo felicité, le agradecí, le dije que me había hecho aprender mucho sobre mí mismo, y que era un fabuloso contador de historias. Quedó un poco intimidado con mi entusiasmo. Era un hombre modesto, que, por lo visto, no tenía la menor conciencia de su genialidad. Él creía que con su programa no hacía otra cosa que satisfacer su pasión de lector y ganarse -seguro que a duras penas- los frejoles, tratando de contagiar a sus oyentes el apetito por la literatura. Pero la verdad es que "El gusanillo de los libros" era mucho más que eso. Una variante contemporánea de la antiquísima tradición de los contadores de historias, los remotos ancestros de los escritores, aquellos fantaseadores que desde la noche de los tiempos han acompañado la marcha de la historia verdadera añadiéndole una historia fingida, inventada, mentirosa, indispensable para hacer más grata, o menos ingrata, la vida de los seres humanos.
Sólo que, "el gusanillo" de mi historia -es una vergüenza que no recuerde su nombre, o, acaso, nunca lo supe-, en vez de fraguar historias, las adaptaba, tomándolas de los libros que le gustaban y transformándolas en historias orales, como aquellas que narraban las hechiceras junto al fuego o cuentan todavía, en los pueblos antiguos, como Irlanda o las tribus indígenas del Canadá, de Estados Unidos, de México y Guatemala o de los Andes, los juglares ambulantes. Apenas pude conversar con él, porque mi implacable piloto me arrastró de inmediato a la segunda cita de la mañana. En el auto que nos regresaba al centro de Los Ángeles le dije que el programa del "gusanillo" me había parecido extraordinario. "Bueno, me comentó, sí, es importante aparecer en él. Pero se trata de una persona muy difícil. Muy independiente. Sólo habla de los libros cuando le gustan. Y, por principio, rechaza todos los best sellers, sin leerlos".
Pensé que con semejante política, mi admirado "gusanillo" se moriría de hambre o perdería pronto su programa. No fue así. Un buen número de años después, en New York, me lo volví a encontrar, otra vez frente a un micrófono, esta vez en un estudio refrigerado y elegante de Manhattan. En el tiempo transcurrido, "El gusanillo de los libros" había dado un salto espectacular. Por lo pronto, ya no sólo se oía en California, sino en todo Estados Unidos, donde un gran número de emisoras lo habían adoptado. Pero ni el formato, ni el rigor ni la originalidad con que su conductor lo llevaba, habían experimentado innovaciones. El "gus-anillo" seguía contando los libros que comentaba con la misma pericia hechicera que yo recordaba y sometiendo a su autor a un interrogatorio apasionante, a una verdadera catarsis creativa.
Pero, volvamos a Los Ángeles, a aquel día fastuoso e inolvidable. He olvidado lo que hice aquella mañana y aquella tarde, pero estoy seguro que debí responder muchas preguntas sobre "el realismo mágico", la "responsabilidad social del escritor" y cosas parecidas. Pero sí recuerdo que al anochecer firmé libros en una librería de Westwood, cuyo dueño, un californiano de origen alemán, me invitó luego a cenar. Intenté esquivar la cena, porque estaba agotado, pero él insistió y me alegro que lo hiciera pues fue una de las cenas más instructivas y fecundas que he tenido. Gracias a ella contraje una adicción a Mahler que me acompañará hasta que muera. El librero en cuestión era un apasionado de la música clásica y durante toda la cena, con una vehemencia inesperada y una enciclopédica sabiduría, me habló de las diez sinfonías del músico austriaco, comparando sus estructuras con las de las grandes novelas, las de Thomas Mann, las de Proust, las de Dos Passos o las de Faulkner, unas sinfonías en las que, decía, silbando o canturreando de pronto ciertos motivos, el tratamiento del tiempo era tan inventivo como lo es en las obras maestras literarias.
Sabía todos los pormenores de la gestación de estas sinfonías y todavía recuerdo el notable dramatismo con que evocaba -ni más ni menos que como lo hubiera hecho el "gusanillo" de la mañana- el verano de 1910, en que Mahler, ya enfermo del corazón, devastado con el descubrimiento de que Alma, su mujer, lo engañaba con el arquitecto Walter Gropius, y luego de un viaje a Holanda para consultar a Sigmund Freud a fin de que lo aconsejara sobre cómo salvar su matrimonio, se las arregló para componer la Décima Sinfonía, en apenas un par de meses. "Al mismo tiempo que cantos a la muerte, aseguraba, la paradoja de todas las sinfonías de Mahler es que la vida brota en ellas a chorros y nos hace sentir lo rica, lo variada, lo intensa y profunda que es aquella existencia que vamos a perder. Porque eso es Mahler: una anticipación atroz de la nostalgia de la vida que vendrá con la muerte".
No sé si su interpretación de Mahler era la correcta, pero no me importa nada. Para mí, lo que dijo fue tan contagioso como un virus mortífero. Apenas pude comencé a escuchar a Mahler con unos oídos y una cabeza sensibilizados extraordinariamente por sus palabras, y a leer biografías y testimonios sobre él y hasta a visitar los lugares donde nació, vivió y compuso.
Qué ingratitud no recordar el nombre del "gusanillo" ni el del librero de Los Ángeles. Pero, aunque sea tarde y mal, gracias a ambos por una jornada memorable.
© Mario Vargas Llosa, 2005. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2005.
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