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Opinión
Columna
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Una discusión educada sobre la educación

El argumento de que la existencia del Departamento de Educación es el culpable de la mala calidad de la educación, especialmente la pública, en Estados Unidos no parece ser del todo cierto

U.S. Department of Education

Como muchas de las discusiones que se dan desde que Donald Trump asumió la presidencia, la de la existencia o no de un Departamento de Educación es mucho más compleja que las simplificaciones a través de X, Instagram o cualquier otra red social. Si debe o no existir una agencia a nivel federal que se ocupe de los temas de la educación y cuál debe ser su alcance, es un debate viejo y no es blanco o negro; pero la polarización actual hace que los análisis fríos y racionales se pierdan en la animosidad, la simplificación y los insultos.

El Departamento de Educación, como lo conocemos hoy, fue creado por ley en octubre de 1979, durante el gobierno de Jimmy Carter, un presidente demócrata y progresista, e inició funciones en mayo de 1980. Es uno de los departamentos más nuevos, solamente superado por el Departamento de Asuntos de Veteranos en 1989 y el de Seguridad Nacional en 2002, creado a raíz de los ataques terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono en septiembre de 2001. Sin embargo, eso no quiere decir que se hubiera creado de la nada, más bien fue el resultado de reorganizar funciones educativas federales en una sola entidad, a la que se le dio nivel “ministerial”, de departamento.

La Declaración de Independencia se firmó en 1776 y la Constitución entró en vigencia en 1789. Es decir, la mayor parte de la vida republicana estadounidense, 190 años, sucedió sin la existencia de un Departamento de Educación como lo conocemos hoy. Vale entonces preguntarse: ¿qué hace y qué no hace el Departamento de Educación? ¿Qué pasa si se acaba?

De acuerdo con la ley que lo rige, el Departamento de Educación está sometido a una expresa “prohibición del control federal sobre la educación”, por lo que “ninguna disposición de ningún programa aplicable deberá interpretarse como autorización para que ningún departamento, agencia, funcionario o empleado de Estados Unidos ejerza dirección, supervisión o control alguno sobre el currículo, el programa de enseñanza, la administración o el personal de cualquier institución educativa, escuela o sistema escolar, ni sobre la selección de recursos bibliográficos, libros de texto u otros materiales impresos o publicados con fines educativos por parte de cualquier institución educativa o sistema escolar, ni para exigir la asignación o el transporte de estudiantes o maestros con el fin de superar el desequilibrio racial.” Es decir, el Departamento de Educación no puede decidir cómo se administran las escuelas, qué se enseña, con qué materiales o a quién se contrata para enseñarlo.

Al menos no directamente. En la medida en que impulsa ciertas guías, o financia programas e iniciativas de las instituciones educativas, puede condicionar esas ayudas, demandar que se cumplan las normas federales sobre no discriminación, impulsar que se cumplan ciertos estándares de calidad y promover programas de desarrollo profesional para maestros. A nivel estatal y local, los colegios que quieran acceder a esos fondos, terminarán adaptándose a los estándares sugeridos o requeridos a nivel federal. Con todo, el argumento de que la existencia del Departamento de Educación es el culpable de la mala calidad de la educación, especialmente la pública, en este país, no parece ser del todo cierto.

Trump junto a Linda McMahon, secretaria del Departamento de Educación, con la orden ejecutiva firmada el 20 de marzo en la Casa Blanca.

El Departamento de Educación juega, además, un papel clave en los créditos estudiantiles, en cuanto a préstamos, becas para estudiantes de bajos recursos económicos y programas de trabajo que les ayudan a pagar sus gastos educativos, en buena parte subsidiados.

Si se acaba el departamento, ¿quién va a asumir esa función? ¿Podría el sector privado asumirla independientemente y en condiciones de accesibilidad para los estudiantes? Sin ser un experto en el tema, me parece dudoso que sin apoyo del Estado esos programas se puedan mantener.

Cuando se aprobó la Ley de Organización del Departamento de Educación, el Partido Demócrata contaba —además de con la Casa Blanca— con mayorías en el Senado y en la Cámara de Representantes. Una situación similar a la que sucede hoy con el Partido Republicano, aunque este tiene mayorías menos holgadas que las de los demócratas hace 46 años.

La aprobación de la ley en 1979 mostró que —desde ese entonces— este era un tema que generaba división, aunque no estrictamente partidista: en la Cámara de Representantes, con 277 demócratas y 157 republicanos, la votación fue de 215 a favor y 201 en contra. El Senado, por su parte, tenía una composición de 58 demócratas, 41 republicanos y un independiente; la votación allí fue de 69 votos a favor y 22 en contra.

Y como en Derecho las cosas se deshacen como se hacen, para acabar con el Departamento de Educación se requerirá pasar una ley que lo haga. No obstante, hasta que eso pase, la Administración Trump puede debilitarlo tanto que ya no tenga sentido mantenerlo, como está haciendo.

El debate sobre si tener una entidad del nivel nacional —o no— y sobre el tamaño de la intervención federal, no es entonces nuevo. Pero algunas de las áreas de las que se ocupa el departamento son muy importantes para los estudiantes, especialmente los que pertenecen a las minorías —que no deben ser discriminadas— y los de menores recursos, que requieren apoyo.

Es crucial que esta discusión se dé con calma, sin pasiones o en líneas simplemente ideológicas. El hecho de que se manejen las escuelas a nivel estatal o municipal, no hace que la mala preparación académica sea un problema local. De hecho, ese sí que es un problema nacional que compromete el futuro y el liderazgo de Estados Unidos en el mundo. Así como de asegurar el acceso de todos los niños y jóvenes a la educación.

Hay que desarmar las pasiones y hacer que la discusión sobre las reformas a la educación sea, ante todo, una conversación educada.

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