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Ética de la empresa, no sólo responsabilidad social

Adela Cortina

El discurso sobre la responsabilidad social de las empresas está de actualidad. Llámese "responsabilidad social corporativa" (RSC) o "responsabilidad social empresarial" (RSE), a secas, lo bien cierto es que se multiplican los cursos, publicaciones, asignaturas universitarias sobre el tema, las grandes empresas se dotan de un departamento dedicado exclusivamente a ello, aumenta el número de instituciones que ayudan a las empresas a gestionar su responsabilidad, menudean los rankings de organizaciones excelentes y los índices de RSC. Sin duda, es un auténtico fenómeno en el nivel local y en el global.

Ciertamente, la convicción de que las empresas deberían asumir su responsabilidad social data ya, como tarde, de mediados del siglo pasado, pero dos acontecimientos al menos han dado al asunto una relevancia inusitada en los últimos años. El primero es el hecho de que Kofi Annan, secretario general de las Naciones Unidas, propusiera a las empresas, a las organizaciones cívicas y a las laborales un Pacto Mundial en 1999, ante el Foro Económico de Davos, con el propósito de extender los beneficios de la globalización a todos los seres humanos. "Elijamos -decía- unir el poder de los mercados con la autoridad de los ideales universales. Elijamos reconciliar las fuerzas creadoras de la empresa privada con las necesidades de los menos aventajados y con las exigencias de las generaciones futuras". Parecía dar a entender Annan con estas palabras que orientar el mercado en un sentido u otro es una cuestión de elección, no de fatalismo insuperable, y proponía como brújula para las decisiones empresariales respetar y promover nueve principios, que recientemente se ampliaron a diez, y hacen referencia a derechos humanos, laborales, medioambientales y al compromiso de eludir prácticas de corrupción.

En 2001 se produjo el segundo acontecimiento decisivo. La Comisión de la Unión Europea propuso el célebre Libro Verde Fomentar un marco europeo para la responsabilidad social de las empresas con el propósito de convertir a la economía europea en la más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible, con más y mejores empleos y mayor cohesión social. Para lograrlo se invitaba a las empresas a invertir en su futuro, llevando a cabo un triple balance económico, social y medioambiental que permitiera el avance en paralelo del crecimiento económico, la cohesión social y la protección del medio ambiente. Tres claves para una economía que no quiera hacer nada extraordinario, sino simplemente sus deberes.

Algunos años más tarde, al menos 2.000 empresas de más de 80 países y también alguna administración pública (ayuntamiento, e incluso gobierno) se han adherido al Pacto Mundial de las Naciones Unidas, y el Parlamento Europeo, por su parte, propone integrar el concepto de responsabilidad social en todos los ámbitos de competencia de la Unión. Así las cosas, ¿corre la RSC el riesgo de morir de éxito? La verdad es que no. En cuanto una idea cobra carne mortal en la sociedad contante y sonante, afloran los problemas, el aterrizaje en la realidad siempre destapa la caja de las grandes cuestiones. La primera es de lo más obvio: ¿es ésta de la responsabilidad social sólo una cuestión de marketing o de convicción profunda?

Hace poco contaba Cinco Días que Georg Kell, presidente del Pacto Mundial, había pedido a las empresas adheridas a él información sobre sus progresos en las prácticas de responsabilidad social, comunicándoles que, de no hacerlo en dos años, se las considerará "inactivas" en el pacto. A la vez se facilitaba urbi et orbi una guía de ayuda práctica para que las empresas puedan comunicar sus progresos en relación con alguno o algunos de los principios y conocer las experiencias ajenas. ¿Por qué hace falta este aviso? ¿Es que en algunos casos se trata de hacerse la foto firmando el pacto y de echarse a dormir?

En algunos, e incluso en muchos casos, desde luego que sí, pero descubrir tan apabullante realidad es descubrir el Mediterráneo; un Mediterráneo que revela a la vez dos noticias, una buena y otra mala. La buena es que la ética vende, es decir, que publicitar la apuesta por prácticas éticas atrae y no repele, que genera buena reputación. La mala noticia es que precisamente por eso puede manipularse, quedarse sólo en la apariencia de una buena actuación que funciona como reclamo. Como todo lo valioso en esta vida, como todos los grandes ideales que pueden manipularse precisamente porque atraen.

Dando un paso más allá de la foto, la opción por la RSC puede quedar todavía en un ejercicio de competencia entre las empresas que pueden permitirse tener un departamento donde idear actuaciones que no hayan pensado los competidores, esforzarse por aparecer en los rankings más conocidos, cumplir con la odiosa burocracia que ahoga nuestra civilización. Pero cómo rellenar los papeles no es tan difícil, lo complicado es dilucidar en qué consiste eso de la responsabilidad social.

No hay acuerdo al respecto, claro, pero al menos dos ideas pueden servir como hilo conductor. La primera, aquella famosa caracterización de Milton Friedman que levantó ampollas en 1970: la responsabilidad social consiste en aumentar el beneficio para el accionista, porque la empresa es un instrumento del accionista, que es su propietario. El sujeto ante el que la empresa es responsable es el shareholder, el accionista.

Sin embargo, pronto el centro de gravedad se vio desplazado desde los accionistas a todos los stakeholders, a todos los afectados por la actividad de la empresa: accionistas, trabajadores, clientes, proveedores, contexto social, medio ambiente y Administración Pública. La responsabilidad ante todos ellos podría sintetizarse en la fórmula que presenta el Libro Verde de la Unión Europea: "Integración voluntaria por parte de las empresas de las preocupaciones sociales y medioambientales en sus operaciones comerciales y en sus relaciones con los interlocutores". Con lo cual, cualquier lector avisado se percata de que la fórmula de Friedman no ha sido arrumbada, sino más bien subsumida en una nueva, más inteligente, porque la empresa prudente intuye que si tiene en cuenta los intereses de los afectados en el diseño de las estrategias de la empresa, también au

-mentará el beneficio del accionista.

Por eso, la responsabilidad social no consiste en mera filantropía, no se trata de realizar acciones de beneficencia, desinteresadas, sino en diseñar las actuaciones de la empresa de forma que tengan en cuenta los intereses de todos los afectados por ella. La idea de beneficio se amplía al económico, social y medioambiental, y la de beneficiario, a cuantos son afectados por la actividad de la empresa. Como en algún lugar he escrito, la responsabilidad social debe asumirse como una herramienta de gestión, como una medida de prudencia y como una exigencia de justicia.

Como herramienta de gestión, debe formar parte del "núcleo duro" de la empresa, de su gestión básica, no ser "algo más", no ser una especie de limosna añadida, que convive tranquilamente con bajos salarios, mala calidad del producto, empleos precarios, incluso explotación y violación de los derechos básicos. La buena reputación se gana con las buenas prácticas, no con un marketing social que funciona como maquillaje de un rostro poco presentable. Como medida de prudencia, permite convertir a los afectados en cómplices de una aventura que debe perseguir el beneficio común en una época en que la celeridad de los cambios más aconseja tener amigos que adversarios, cómplices que enemigos.

Pero a comienzos del siglo XXI sigue siendo verdad que lo radical es ir a la raíz, en este caso, que la responsabilidad social para serlo ha de enraizar en una ética de la empresa. La ética tiene que ver con el êthos, con el carácter que se forjan las personas y las organizaciones, con los hábitos que adquieren día a día para actuar de una forma excelente, desde la convicción de que hacerlo así es lo que corresponde. Y la ética tiene que ver también con la justicia, con ese percatarse de que cualquiera que sea afectado por una actividad social tiene que ser tenido en cuenta al tomar las decisiones que le afectan. Hay una obligación moral con todos los afectados que no debe eludir una organización justa.

Ciertamente, es posible elaborar una ley de responsabilidad social, y en ello está la comisión de expertos nombrada por el Gobierno. Ante tal posibilidad, los espíritus se dividen, no sólo en nuestro país. Mientras sindicatos y organizaciones cívicas consideran insuficientes las iniciativas voluntarias para salvaguardar los derechos de los trabajadores y los ciudadanos y piden un marco con unas normas mínimas que garanticen reglas de juego equitativas, las empresas subrayan la naturaleza voluntaria de la responsabilidad social, insistiendo en que los mínimos ya están legislados y una "ley de responsabilidad social" no haría sino anular la creatividad y el carácter innovador de la empresa, amén de la dificultad que entraña legislar un "hasta dónde" en el ámbito social. La cuestión continúa en disputa, pero al menos una cosa es clara: que con ley o sin ella, carácter y justicia constituyen ese humus de la ética de la empresa que da sentido a una responsabilidad social resuelta a no dejarse reducir a cosmética y burocracia.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación Étnor.

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