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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

¡Qué pesadita eres, Yerma!

Marcos Ordóñez

RARA VEZ se hace Yerma y casi siempre se hace rara. Como si los directores, pienso yo, creyeran que si no se tensa al límite (como una lona, exactamente) ni se recubre de incrustaciones sub/pos/modernas les puede acabar saliendo La Malquerida. Una Malquerida de izquierdas, por supuesto, muy valiente en su día, con impresionantes ramalazos de incandescencia poética, pero dramón, dramón inmóvil, a fin de cuentas. De todas las obras de Lorca (y acabo de releérmelas este verano) es la que menos se aguanta. Nada que ver con el visionario Teatro Bajo la Arena. Ni, ya puestos en tragedias secas, con la culminante Bernarda Alba. Mayormente porque a Yerma, el personaje, no le pasa nada. Mejor dicho: todo el rato le pasa lo mismo. De hecho, a Bernarda Alba tampoco le pasaba nada, pero les pasaba a sus hijas. Y a Poncia, que siempre roba la función, del mismo modo que aquí la roba la Vieja Pagana. ¿Qué le pasa a Yerma? Que Lorca quiso convertirla en protagonista de una "tragedia sin argumento". Pintar, a lo largo de seis escenas, "el retrato de un carácter". Mal asunto olvidarse del lema "acción es personaje". En el minuto uno, Yerma ya está harta. Que si quiero un hijo y que si quiero un hijo. Que si todas lo tienen y yo no. Por lo que parece, sólo tiene dos opciones. O tenerlo con su marido, Juan, que no está por la labor, o tenerlo con otro. El otro posible es Víctor, un pastor que una vez le hizo tilín. El conflicto de Yerma con Víctor o con cualquier otro es la honra, tan española, tan calderoniana. Juan y Víctor son una pesadilla para cualquier actor. Juan siempre está yéndose a sus asuntos y Víctor anda con un pie fuera del pueblo, o sea que tienen poco papel. Todo lo contrario de Yerma, que no calla, y le cuenta su caso al lucero del alba. ¿Qué se puede hacer con una obsesiva compulsiva? a) sugerirle una adopción (no cuela), b) un tratamiento (no se estilaba, y además estamos en una tragedia, y para peor, rural) o c) cambiar de acera. Hay una variante patria del tratamiento, que es el conjuro. Y si no funciona el conjuro, venga una romería petitorio-esotérica. El caso es que la pobre Yerma cada vez está más loca. Ahí hay un evidente crescendo dramático, pero de una monotonía atroz. "Claro", dirá Lorca desde su cielo, "pero es que ya lo ha dicho usted: es una obsesiva de tres pares de narices". De acuerdo, maestro, pero ¿no habría forma de hacerla un poco menos autoconsciente de su tragedia? ¿Quitarle un poquito los coturnos, digo? "Eso cuénteselo usted a la actriz. Y al director". Bien, a sus órdenes. Se lo diré a Mercè Arànega, que la ha protagonizado en el Grec, y a Rafel Durán, su director. Se lo diré un poco más tarde. Ahora que no nos oyen, les diré a ustedes que Mercè Arànega es un pedazo de monstruo. Una actriz con una furia poco corriente. Me cortó el hipo haciendo otro Lorca, la madre de Bodas de sangre, o sea que iba yo predispuestísimo. Escribí entonces: "Estamos ante una mujer de muchísimo peligro, capaz de explosiones con eco y daños colaterales". Aquí, lamento decirlo, no me ha cortado el hipo. Hay mucho arrojo y mucho pelear el personaje, pero está mal dirigida. Y mal elegida. De entrada, y me meto en terreno delicado, está la edad. Nunca he visto una Yerma "bien repartida". He visto muchísimo talento, talento a secas, o medianito, pero ninguna actriz "daba" la edad. O mucho me equivoco o Yerma ha de tener, como mucho, veintipocos años. Que es la edad, también, de sus amigas del pueblo. Pero como se supone que Yerma es un papelazo y que sólo puede hacerlo una actriz hecha y derecha... en fin, cosas que pasan. Volvamos a la autoconciencia de la tragedia, que es el principal lastre de Mercè Arànega en este montaje, y lastre del que a lo mejor, en temporada, acaba liberándose, porque tiene arrestos para eso y más. Intento de axioma: si el mejor actor cómico es aquel que encarna a un personaje que no sabe que es cómico, la actriz que hace Yerma debería mostrarnos a una loca obsesiva en vez de comportarse "como una trágica". Convendría, quizá, buscar una interiorización de la tragedia; decir el verso como una monodia alucinada, casi sonámbula, con las explosiones que haga falta, pero sin caer en el coloquialismo (que va contra el texto) ni en el coturnismo (que va contra la sensatez). Difícil equilibrio, lo sé, pero es que esta función se las trae. Y Rafel Durán no parece saber con qué carta quedarse. A ratos le marca a Mercè Arànega unas inflexiones cotidianísimas, casi de Queta Claver haciendo los Quintero, y al minuto siguiente parece que esté haciendo Aurora Bautista over the top. Ése es el estilo general de la puesta en escena, en la que todos visten (literalmente) trajes que parecen cortados de la misma tela de sofá pero cada uno tira por un carril distinto: se amalgaman aquí, como en un puchero, el naturalismo con retortijón de Toni Sevilla (Juan), el naturalismo lumbálgico de Alex Casanovas (Víctor) y la sencilla verdad de Marta Domingo (María) frente a unas lavanderas exasperadas (Marta Betriu, Elena Vilaplana, Mercè Anglès, Fina Rius, Lluqui Herrero) que parecen haberse tomado un orujazo, un narrador innecesario (Miquel García Borda) vestido de petimetre que recita las acotaciones (o sea, un Lorca de postalita), dos cuñadas que son unos señores con cabezas de cuervo persiguiendo a Yerma con linternas, y una romería que recuerda el fin de fiesta de Histoire d'O en clave casi discotequera y que no les cuento porque igual la sueñan. El espectáculo también contiene una virgen crucificada, varias embarazadas con burka y un titiritero con un niño muerto, à la Kantor. Por dirección o por olfato se libran de caer en tan variopinto puchero la veteranísima Carme Fortuny, que vuelve por sus reales para servirnos una soberbia Vieja Pagana, irónica y llena de fuerza, e Imma Colomer, una muy sugestiva Dolores, con perfume de cuento de García Márquez, trabajando ambas en una clave estilizada que nunca pierde de vista la toma de tierra.

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