La cámara lenta
Ahí tienen una foto magnífica. Y esperanzadora. Su protagonista es un crío iraquí liberado de la dictadura de Sadam. Tengo que confesar que fui de los que no creyeron al principio en las motivaciones de esta guerra. Estaba convencido de que no había armas de destrucción masiva. Y no las había, pero el mundo, me dije, es un lugar mejor y más seguro sin Sadam. Cuando doy talleres de escritura creativa, explico a los alumnos que, si uno va a la selva (o a la página en blanco) a cazar tigres pero le sale al paso un león, no debe renunciar al león. Bush fue a por bombas atómicas, pero se le cruzó Sadam. ¡Bendito sea! La guerra es muy creativa. Se te revelan los personajes todo el tiempo. Envías a las tropas a hacer el bien y de repente te las encuentras violando a los adolescentes liberados en la misma prisión en la que los violaba Sadam. Pero eso es lo apasionante de escribir y de bombardear, que no sabes ni cómo se van a comportar los personajes ni cómo te vas a comportar tú mismo ante su dolor. Acciones que creías que te daban asco te empiezan a excitar sexualmente y una cosa lleva a la otra.
Pero de entre los horrores de la guerra surge a veces una imagen estimulante como la de este chico al que acabamos de liberar. Observen la habilidad con la que ha colocado el lápiz entre las vendas y la voluntad con la que dibuja sobre un cuaderno cuadriculado el bombardero que lo hizo libre. Un psicólogo convencional diría que lo dibuja para entender lo ocurrido, para desgastar la emoción, como el que repite lo que le duele para controlarlo. Pero no es eso, no es eso. Dibuja el bombardero en señal de homenaje, como el que esculpe una imagen de su salvador. ¿Que lo hace mal? De acuerdo, no se le pueden pedir peras al olmo. Que lo haga con los dedos de los pies, dirán algunos. Pero no estamos seguros de haberle respetado los pies, que caen debajo de la mesa. Lo mejor, con todo, lo que más optimismo nos produce, son esas gafas que le han puesto a modo de aviador sobre la cabeza, porque constituyen un rasgo de coquetería en alguien que, como ven, tiene el rostro abrasado.
El crío se llama Deanne Fitzmaurice. Gracias a él, un reportero norteamericano ganó un Putlizer, con lo que todo queda en casa. Nosotros bombardeamos, nosotros reconstruimos y nosotros hacemos arte sobre los cuerpos rotos. ¿Que le hemos arrancado los brazos? Vale. Pero observen la calidad de la instantánea.
Quizá recuerden ustedes a aquel otro niño iraquí, de nombre Alí, al que tras segarle las piernas y los brazos lo llevamos a Kuwait y a Londres para implantarle unas extremidades de titanio que fueron muy comentadas. ¿Por qué a Alí sí y a Deanne no? Pues porque a Alí le tocó ser símbolo de la reconstrucción mientras que Deanne es un mutilado de tantos. Si hubiera querido ser símbolo, que hubiera llegado antes. Hay que ser un poco más competitivo, chaval. En fin, que, si usted duda aún sobre quién llevaba razón en esta historia, lea lo que aparece en los periódicos acerca de Irak, un país pacificado y sobre el que reina una normalidad democrática que para sí quisieran los países de su entorno, a los que no nos va a quedar más remedio que ayudar también. Se convocan plazas para símbolo.
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