La charca
He aquí una patria infantil. Un descampado polvoriento, de tierra y barro, que se diría vedado a los mayores. Un árbol solitario como torre de vigía. Unos márgenes resbaladizos que la imaginación transformará en toboganes, despeñaderos, murallas protectoras o acantilados inexpugnables. Desde hace unos días, además, unas inesperadas lluvias torrenciales han traído estos charcos que pronto se convertirán en barrizales. La gran novedad del verano. Son los años sesenta y Santa Coloma de Gramenet sigue extendiéndose a su aire. Cada vez quedan menos lugares como este, espacios sin nombre que dan la espalda a las casas. Los niños -sólo los niños, ¿dónde estarán las niñas?- se reúnen allí mañana y tarde, y crecen salvajes. Tienen ocho, nueve, diez años. Algunos llegan con sus hermanos pequeños cogidos de la mano. En casa han prometido que no les dejaran de vista, pero a los cinco minutos ya les están dando órdenes de hermano mayor. Como a ese niño que vemos en el centro de la foto, por ejemplo, detrás del grupo del charco: con el gesto concentrado, lleva en el regazo un montón de piedras, sin duda para entregárselas a su hermano y ganarse así su confianza. La patria infantil se rige por sus propias leyes.
Son los años sesenta y Santa Coloma sigue extendiéndose a su aire. Cada vez quedan menos lugares como este, espacios sin nombre que dan la espalda a las casas
La foto de Joan Guerrero -la primera que publicó en prensa- refleja con suma exactitud los límites de ese trozo de patria en Santa Coloma. Una lupa nos ayuda a descubrir los detalles. Al fondo los adultos que van y vuelven del mercado por el sendero, ajenos al trasiego infantil. El señor de la camisa blanca, acompañado de su señora, lleva dos gallinas en las manos, gran caldo. (De lejos pueden parecer bolsas de plástico, pero yo les aseguro que son dos gallinas agarradas por las patas). Dos niños siguen jugando a la pelota en la zona más seca: tienen que ser unos locos del balón, pues ni siquiera el alboroto que se ha formado frente al agua encharcada ha logrado interesarles. Bajo el árbol, un enigmático niño solitario, muy pequeño, observa la escena -quizá con miedo, quizá con envidia-: las corrientes han arrastrado hasta estos charcos un montón de escombros, un naufragio de pedazos de madera, latas, cartones, cuerdas. Pronto olerá mal y el lodo tomará ese aspecto verdoso tan desagradable, pero de momento los niños en pantalones cortos -hasta 15 niños, sin contar la figura fantasmal de debajo del árbol- disfrutan con el suceso. Piedras, palos y un charco, ¿qué más se puede pedir?
En una balsa como la de la foto, las piedras se pueden lanzar básicamente de dos formas diferentes. Una busca el estrépito, el chapoteo y la risa. La otra es más sutil y consiste en lanzar una piedra lisa para que rebote en la superficie como saltos de rana -en mi pueblo lo llamábamos pa i peix-. En cuanto al héroe en el centro del charco, probablemente todo ha empezado como una apuesta lanzada al aire. ¿A que nadie se atreve a meterse en el agua? Al más audaz le ha faltado tiempo. Estas actuaciones son las que dan prestigio y poder en el grupo. Ha dejado los zapatos en la orilla y con un bastón ha tanteado el agua. Ahora, mientras unos se ríen, otros observan la proeza con un punto de veneración. También hay quien amenaza con lanzarle una piedra a los pies, pero no es más que una broma. El héroe, sin embargo, no está solo: otro niño se ha quitado ya los zapatos y ahora le seguirán los calcetines. Se meterá en el charco, se ensuciará las pantorrillas, se ganará el respeto de los otros. Luego todos estos niños volverán a sus casas -también el chico que nos saluda desde el pie de la foto- y cuando sus madres les pregunten dónde han estado, responderán: "Por ahí, jugando, como siempre". Hay secretos que no salen de la patria.
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