Elegancia bajo el fuego
Se ha repetido por ahí fuera que la diferencia entre las masacres de las estaciones de Atocha y King's Cross estuvo en el comportamiento flemático de los londinenses. Como queriendo decirnos que aquí nos pudo la histeria colectiva y no reaccionamos como exige el canon (el tópico) de la literatura británica. Y para explicar la diferencia entre los ciudadanos de Londres y Madrid ante un horror idéntico, tan intercambiable como matemático luego de la foto de las Azores, algunos comentaristas, incluso nacionales, nos hablan del tradicional proceder londinense cuando los bombardeos de la II Guerra Mundial. Todavía no he visto citada por aquí la expresión inglesa que se hizo célebre durante las incursiones de la Luftwaffe, grace under fire, que podría traducirse por "elegancia bajo el fuego enemigo", pero ése era el espíritu con el que se estableció la tonta comparación entre Londres y Madrid bajo el fuego de Al Qaeda.
Tonta y hasta odiosa diferencia por dos razones. La primera, porque la ciudadanía de Madrid no tiene nada que envidiar a la de Londres en materia de grace under fire, y ahí está un gran capítulo de nuestra literatura escrita y oral que narra la vida cotidiana no exenta de "grace" y hasta cachondeo en aquel Madrid republicano durante los bombardeos de Franco, un tipo que intentó quitarse de encima el diminutivo que le habían colgado en Oviedo cuando cortejaba (el Comandantín) por un superlativo (el Generalísimo) por el método de las bombas, los fusilamientos y crueldades sólo comparables a las del Führer. La última lectura que recuerdo para ilustrar la particular elegancia de los madrileños bajo el fuego del Comandantín son las memorias de aquel niño republicano llamado Haro Tecglen, nuestro contumaz británico rojo.
En segundo lugar, porque la llamada histeria colectiva desatada en Madrid luego de las bombas fue histeria inducida y manipulada políticamente desde La Moncloa, como ya no cabe duda. No quiero imaginar lo que habría ocurrido en Londres o en cualquier otra metrópoli "flemática"si a los pocos segundos de la tragedia, el Gobierno de turno no sólo se empecina en negar la evidencia del terrorismo islamista, sino que convoca dramáticas manifestaciones masivas que le convienen políticamente, intenta engañar sistemática y cínicamente a la opinión pública y, para más inri, encarga a Acebes amplificar la tensión política. No es que los londinenses sean más flemáticos que los madrileños ante el mismo horror, es que lo fueron sus políticos. Tony Blair actuó exactamente al revés de como lo hizo su colega de foto y en lugar de echar los londinenses a la calle con exclusivos fines políticos, cargando las culpas a su enemigo íntimo de cabecera (pongamos el terrorismo del IRA), los metió en casa con una BBC sin acebes ni urdacis. Ésa es la verdadera diferencia entre lo ocurrido en las dos metrópolis bajo el fuego de Osama.
Pero hubo otro asunto muy dispar en estas tragedias gemelas que no conviene olvidar. La teoría del complot. Blair, apoyado por todos los grupos, se negó a una comisión parlamentaria para evitar las posibles derivas conspiradoras, que, dijo, nunca añaden nada nuevo a las investigaciones de Scotland Yard y sólo aumentan el dolor y el estrés postraumático. Esta vez sí existieron diferencias entre Londres y Madrid, y precisamente en el uso de las teorías de la conspiración, la actual y auténtica ciberbasura de Internet, reconozco yo a nuestra derecha paranoica y la distingo de un vistazo del resto de las derechas civilizadas, si exceptuamos la berlusconiana. Ya saben lo que ocurrió con nuestra comisión parlamentaria y las teorías del complot del PP que, inducido y jaleado por ciertos medios y columnistas, todavía navegan contra viento lógico y marea global. La pregunta es: ¿de dónde nos viene esta pasión nacional, o hispano-italiana, por las teorías del complot que siempre renacen en momentos de crisis?
Les puedo dar algunos datos caseros, de segunda mano familiar. Miren ustedes, el Comandantín, cuando cortejaba en Oviedo, la única vida civil de su biografía ("Es como un perro perdiguero: cuando oye un tiro, sale disparado", decía de él en una tertulia su futuro suegro, Felipe Polo), leyó una tarde sin guerra ni cuartel Los protocolos de los sabios de Sión y desde entonces elevó la teoría del complot judeomasónico-comunista a categoría de dogma de Estado. Y durante su dictadura, ayudado por un friki de los subgéneros fantásticos, Carrero Blanco, contagió a toda la derecha española por aquella especie de Código Da Vinci para subnormales y que, como en su tiempo demostró Caro Baroja, y Umberto Eco estos días, fue la biblia del género conspirativo. Un librín que el Comandantín había pillado en la biblioteca nada ilustrada de los Polo.
Y es que desde Los protocolos de los sabios de Sión, El misterio de los templarios y otras literaturas conjuradas del mismo calibre que inundan las librerías de aeropuerto hasta las actuales teorías del complot sobre el 11-M no hay ninguna diferencia estilística y siempre es la misma línea narrativa. La diferencia, vaya por Dios, es que en otros países las derechas sólo leen y citan a Karl Popper, que justamente fue el filósofo que mejor desmontó las teorías del complot.
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