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Columna
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Con Varsovia frente a Minsk

Es un país pequeño acaudillado por un dictador sin escrúpulos y fanático de sí mismo en el que el miedo es la piedra angular de la doctrina de Estado, y quienes revelan no albergar el suficiente temor patriota son sometidos a tratamientos preceptivos para la corrección de tan peligrosa carencia. Periodistas impertinentes desaparecen tras recibir en sus domicilios visitas nocturnas de desconocidos, intelectuales insumisos son apaleados ante sus casas o en camino al trabajo, las organizaciones de defensa de los derechos humanos sufren constante acoso e intimidación y los periódicos oficiales, ya todos, coinciden en la loa hiperbólica y entusiasta del jefe del Estado, ese gran timonel infalible.

No, no se trata de la Rumania bajo Nicolae Ceaucescu ni de la Cuba actual, aunque las similitudes entre la isla caribeña y la inmensa prisión instaurada por un mafioso político en el noreste del Viejo Continente, en la misma frontera de la Unión Europea, son más que evidentes. Porque Aleksandr Lukashenko, el delincuente que se hizo con las riendas de Bielorrusia durante la disolución de la URSS persigue y encarcela a la disidencia con la misma saña que el anciano galaico-antillano y ha logrado con similar éxito cerrar sus fronteras a toda influencia subversiva del pensamiento democrático. Satrapías tenemos aún varias en repúblicas ex soviéticas, pero en Asia Central. En Europa sólo sobrevive ya Luka-shenko, a la cabeza de la fusión de fuerzas de mafia, aparato industrial y administrativo y cuerpos represivos. El hundimiento del régimen similar de Leonid Kuchma ante la revolución naranja de la Ucrania europea ha reforzado la convicción del líder bielorruso -nada errónea por cierto- de que sólo podrá mantener su régimen confiriendo masiva credibilidad a los métodos represivos. Está en ello.

Era por tanto consecuente Lukashenko cuando el pasado mes lanzó a su policía, a sus jueces y a su Administración contra la mayor asociación independiente en el país que es la Unión de Polacos de Bielorrusia. Si Polonia fue la vanguardia de los pueblos de Europa central y oriental en la lucha contra la dictadura comunista, los polacos de Bielorrusia, aunque no lleguen al medio millón y al 5% de la población, son una constante irritación para la dictadura. Bien informados por la radio y la televisión de Polonia, más estructurados que la población bielorrusa y católicos como las fuerzas que se levantaron contra Kuchma en Ucrania occidental, los polacos de Bielorrusia son ya el principal objetivo de la represión del régimen. En una clásica operación bolchevique, su directiva electa fue detenida, desposeída de su mandato y sustituida por agentes polacos del régimen. Su periódico ya no publica sino lo mismo que el resto de la prensa.

Así las cosas, Varsovia retiró la pasada semana a su embajador en Minsk en el último episodio de una escalada de tensión que había llevado a las expulsiones de diplomáticos y otros gestos hostiles. Polonia vuelve a demostrar la consecuencia de una política exterior que recuerda muy bien pasados tiempos propios. Con la República Checa y Hungría como firmes aliados en ello, la política de solidaridad democrática de Polonia es ya una de las facetas más dignas de la política exterior de Europa. Quienes se sientan incómodos con ella deberían avergonzarse. Las razones son obvias. Varsovia recuerda tan bien cuando el apoyo occidental a la disidencia polaca abría espacios de libertad como cuando los intentos de conciliación con el régimen comunista inducían a ignorar a la oposición democrática y ésta caía en un pozo negro de represión. Luka-shenko está envalentonado por una vecina Rusia que ya le emula en la represión y por la actitud de la UE, que parece no querer saber lo que pasa en su frontera oriental. Cabe esperar que después del espantoso ridículo en su política hacia Cuba, la UE no abunde en el error. Debe expresar su firme apoyo a la política de Varsovia hacia Minsk. Lukashenko ha de saber que la brutalidad de su régimen tiene un precio.

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