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Reportaje:02 | Hispanos en Estados Unidos | LECTURA

El discreto sufrimiento de la burguesía hispana

Esa inmobiliaria es de un colombiano. La tienda de informática, de un venezolano. La tintorería, de un mexicano. La tienda de baldosas, argentina. La librería, venezolana. La peluquería, colombiana. Ese supermercado, colombiano. Y así todo... Hace tres años, esto era puro gringo. ¡Puro gringo! Ahora no queda ni uno".

Fabio Andrade, colombiano de nacimiento y americano de vocación, ha estado en este pequeño centro comercial cientos de veces, pero no deja de asombrarse ante las repetidas pruebas de la voracidad de la infiltración hispana. Estamos en Weston, un exclusivo enclave residencial al norte de Miami donde Andrade es un conocido líder comunitario. El centro comercial es idéntico a todos los demás de la zona -tan impecable, todo, que parece de juguete, o de azúcar coloreada-. Uno no se sorprendería si en cualquier momento se materializaran Pinocho, Blancanieves y los siete enanitos. Más curioso todavía es que, en un entorno tan caricaturescamente americano, el único idioma que se oiga sea el español.

"Pasamos de tener una casa con seis habitaciones y señoras de servicio a tener que cuidar a los niños"
Estos inmigrantes no abandonan sus países porque son pobres. Se van porque tienen demasiado dinero
Hablar de sufrimiento parece exagerado cuando se trata del grupo de inmigrantes más privilegiado

El resto de Weston, donde viven 65.000 personas y el ingreso medio familiar es tres veces la media americana, es el triunfo del Hombre sobre la exuberancia tropical. Hileras de palmeras y magnolios colocados con perfecta simetría a lo largo de avenidas mucho más anchas de lo necesario para el escaso tráfico; lagos y más lagos, todos artificiales, con sus chorros de agua disparados hacia el cielo; kilómetros de setos laboriosamente esculpidos y hectáreas de césped cortado con tanto cuidado, y con tanto mimo, como si tuvieran peluquero; el polideportivo municipal, tan lujoso y moderno como si Weston aspirase a ser sede de los Juegos Olímpicos -tiene 20 pistas de tenis, 12 campos de béisbol y 8 de fútbol-; y las casas, casi todas minipalacios con jardines como parques, todas acorraladas dentro de urbanizaciones con sus propios campos de golf, protegidas por guardias uniformados en casetas que paran cada vehículo ajeno y anotan su matrícula. En el calor húmedo del mediodía, cuando la gente está en el trabajo o refugiada en el aire helado de sus casas, las calles están vacías y la sensación es de un vasto silencio antediluviano.

Más lejos del bochinche de Caracas o Bogotá, imposible, pero -o quizá por eso- a Andrade le fascina. "Esta comunidad parece a veces irreal, un paraíso", exclama, orgulloso. "Weston es el cielo en la tierra: el sueño americano construido hace apenas 15 años para gente de aquí, o judíos jubilados del norte, pero ahora ya más de la mitad de las viviendas está en manos latinoamericanas". Pronto lo estarán todas, cree Andrade, que lleva ya 30 años en Estados Unidos y ha sido testigo de cómo los inmigrantes hispanos han llevado a cabo la reconquista del sur de Florida. No es ninguna metáfora. Esto no es Los Ángeles o Nueva York, donde el poder económico sigue en manos de los de siempre. Lo que distingue y define la inmigración que viene al Gran Miami es que en gran parte es gente de clase media para arriba. Son profesionales, muchos de ellos con experiencia empresarial, que pueden pasar momentos difíciles en los primeros años pero con el tiempo espantan a los nativos y se apoderan de su territorio.

Estos inmigrantes no abandonan sus países porque son pobres. Se van porque tienen demasiado dinero.

"La Florida hispana es fruto del torbellino político de América Latina", dice Andrade. "Todo se reduce a un problema de inseguridad". Inseguridad en un sentido amplio de la palabra: desde el miedo al secuestro o el asesinato, hasta el temor de que un gobierno de izquierdas se apropie del dinero de uno. "El robo por particulares, o el robo estatal", es como lo define Andrade, que fue candidato republicano para el senado de Florida el año pasado, y casi ganó. "Por eso, los primeros en salir siempre son los que tienen más dinero. Es gente que tiene segunda casa aquí, que hacía muchos años que venía de compras cada tres o seis meses. Radicarse aquí ha resultado ser otra experiencia, y para muchos causa de sufrimiento".

Hablar de sufrimiento parece exagerado cuando se trata del grupo de inmigrantes más privilegiados de Estados Unidos, cuando se sabe que la gran mayoría de los inmigrantes latinoamericanos es gente desesperadamente pobre que llega no por avión, sino cruzando ríos y desiertos a pie, y que si logra atravesar la frontera, y si tiene suerte, se suele ver obligada a hacer, como dijo el presidente mexicano, Vicente Fox, con espectacular incorrección política en mayo, "trabajos que ni siquiera los negros quieren hacer allá". Pero Andrade no es el único que opina que los inmigrantes ricos también sufren, e incluso más que los pobres.

Zulay Valdirio fue profesora universitaria en Venezuela hasta que se vino a Florida hace seis años. Se ha integrado a su nuevo país sorprendentemente bien, teniendo en cuenta que, como ella mismo reconoce, su inglés es "fatal". Ahora a lo que se dedica es a instruir a otros inmigrantes en cómo adaptarse a la sociedad y cultura americanas -o al menos al híbrido que se encuentra en el sur de Florida-. Ha tenido un programa de televisión; escribe una columna llamada Potencial Hispano en uno de los 150 periódicos en español de la región; da charlas y seminarios y, como asesora de Microsoft e integrante de una asociación que se llama Mujeres Latinas Impulsando a Mujeres Latinas, ha hablado, cara a cara, con más de 800 recién llegados.

"Sinceramente creo", dice Valdirio, que estudió un año en la Complutense de Madrid, "que el proceso de adaptación es peor para la gente que veo aquí que para los balseros o los espaldas mojadas". ¿Y por qué? "Porque el rico, el acomodado, lo tiene todo por perder y el otro lo tiene todo por ganar". Valdirio da el ejemplo perfecto: "Muchas veces gente que ocupaba un rol importante en la sociedad, profesionales con mucho dinero, acaba trabajando en un McDonald's, o llenando estantes en un supermercado, o trabajando de obrero en una fábrica. Para esta gente es una calamidad. Para el típico inmigrante latinoamericano, eso es a lo que aspira".

Un problema casi insuperable es que los títulos profesionales conseguidos en universidades de Latinoamérica carecen de valor en Estados Unidos. Entonces, dice Valdirio, "como para convalidar el título lleva toda una vida, en mis charlas digo que hay que empezar de cero y con la humildad del inmigrante". Pero para poder progresar desde cero también hay que olvidar ciertas formas de actuar y asimilar otras. "En América Latina tenemos una crisis de valores tremenda, mientras que esta sociedad tiene una base sólida de valores y principios. Por ejemplo, la palabra es un valor aquí; allá, no. En América Latina lo esencial es ser vivo, pero eso aquí no sirve. No, lo que hay que hacer aquí es jugar según las reglas de la palabra, el compromiso y la honestidad. Si no, no juegas".

Se avergüenza Valdirio a veces ante el contraste entre los hábitos democráticos de los americanos y el comportamiento casi feudal que encuentra en las clases altas latinoamericanas. Cita el ejemplo de una señora recién instalada en una de las urbanizaciones de Weston que se escandalizó al enterarse de que los hijos del conserje se bañaban en la misma piscina que los suyos. "Fue a la comunidad de propietarios, que en este caso la presidían unos americanos, y se quejó. ¡La miraron como si estuviera loca!".

Fabio Andrade, que ha ejercido de gerente de varias empresas y está casado con una americana, también se desespera ante la dificultad que tienen algunos inmigrantes en superar el esnobismo que les inculcan en sus países de origen. "Están acostumbrados en Colombia o en Venezuela a que lleguen a un restaurante y que venga corriendo el señor Rodríguez y les lleve la mesa de siempre. Aquí no, aquí el don Roberto tiene que hacer cola con los demás. Allá siempre haya un Manuel que te lleve la ropa a la tintorería; aquí lo haces tú".

Otro lujo que pierde el latinoamericano rico es el derecho a hacer exactamente lo que le da la gana. "Se quejan de que la policía les multa porque no pararon en el stop, o porque manejan borrachos. Se quejan de que no encuentran donde tomar un trago a las dos de la mañana. Se quejan de que no es bien visto, cuando están casados, que vayan a fiestas con sus novias. Y la gente que no deja de quejarse de estas cosas es la gente infeliz que decide, al pasar el tiempo, que es mejor regresar a sus países".

Alguien que aguantó el tirón, cuando quizá lo más lógico hubiera sido volver, es Leny Montaner. Su historia es típica de la de muchos inmigrantes en el sur de Florida, aunque poca gente llega a Estados Unidos con tanto dinero como ella y su familia.

"En Venezuela éramos dueños de una fábrica de styrofoam", dice Montaner, que es bióloga de carrera, cuyo marido es ingeniero electrónico. "Nos iba muy, muy bien, pero nos preguntábamos muchas veces qué hacíamos en un sitio en el que teníamos muchísimo dinero pero éramos incapaces de disfrutarlo. Con eso digo que no podíamos hacer lo más elemental, que era salir a la calle tranquilos, sin guardaespaldas. Así que nos vinimos por eso, por la inseguridad, pero también -y ante todo, realmente- porque queríamos dar un futuro mejor a nuestras dos hijas".

Pero las cosas no salieron como se habían imaginado. "Pasamos de tener una casa con seis habitaciones, tres señoras de servicio y chófer, al extremo de yo tener que cuidar niños y limpiar casas para sobrevivir". Por eso dice Montaner, repitiendo lo que parece ser un tópico entre gente de su clase en Florida, que "para la gente pobre la adaptación no es tan difícil como para nosotros".

Prueba de ello, considera, es el calvario que han vivido la mayor parte del tiempo desde que llegaron a Weston en 1995. "Ese año vendimos la fábrica y la casa en Venezuela y nos vinimos con mis suegros y el hermano de mi esposo. Tres familias: vinimos con visa de inversionista". Es decir, transfirieron todo su capital de Venezuela a Estados Unidos. La experiencia les abrió los ojos a algo que no esperaban, y que sorprendería a aquellos que insisten en la visión idealizada del americano como persona de una inquebrantable honestidad.

"Mi suegro se empeñaba en la idea de que se podía confiar a la muerta en la gente aquí y fue en parte por eso que compramos, cash, un par de tiendas de reparación de carros, aquí en esta zona. Después de comprarla, el antiguo dueño nos dijo que la única forma de ganar dinero era mintiendo a los clientes, aconsejándoles que compren cosas que no necesitaban comprar. No hicimos como nos dijo y nos fue mal. Invertimos un millón de dólares y ahí se nos fue todo. Dos años más tarde tuvimos que venderlo todo por una miseria y para el 98 ya estábamos en la ruina. Lo único que nos quedaba era nuestra bonita casa en Weston. Para poder pagar la hipoteca, mi marido consiguió trabajo en una fábrica de cemento de electricista -bueno, más bien de obrero-. Trabajaba 16 horas diarias y los sábados también. Trabajaba duro y ganaba poco. A lo tres años se quedó sin trabajo".

Ella se dedicó entonces a dar clases de español y después, en 2001, montó su versión de lo que ha hecho Zulay Valdirio y se dedicó, de manera voluntaria, a ayudar a gente recién llegada de Venezuela. Fue hace tres, cuatro años cuando vino la ola de venezolanos huyendo de Chávez. Con la ayuda de su hija mayor, que ya era adolescente, organizó charlas en su casa y más tarde grandes reuniones en salones que alquilaba. "La idea original fue evitar que la gente cayera en los mismos errores que nosotros, pero también dar a la gente orientación general y soporte emocional".

Poco pareció servirle a ella. "Hace año y medio tocamos fondo. Mis clases de español daban sólo para pagar las cuentas, mi esposo no había conseguido trabajo en 11 meses y por la tensión le había dado una meningitis. La única ropa que podíamos comprar era de segunda mano, las tarjetas de crédito habían agotado los límites y llegó la noche de Thanksgiving -todos ahí el 29 de noviembre de 2003 con sus pavos y sus familias reunidas- y nosotros sin nada para cenar. Lo habíamos perdido todo. O casi todo. Vendimos la casa, nos mudamos a un departamento chiquito en un edificio donde vivían sólo ancianos, y ahí volvimos a empezar, literalmente, de cero".

Dos factores le dieron la fortaleza para seguir. La memoria de que habían superado, o al menos sobrevivido, una crisis infinitamente peor: la muerte, ahogada en la piscina familiar de Venezuela, de su segunda hija, con 11 meses; y la maravillosa noticia de que el propósito de dar un mejor futuro a sus otras dos hijas empezaba a dar fruto: la mayor había conseguido una beca que cubría todos los gastos para ir a una de las mejores universidades de Estados Unidos.

De repente, empezaron a despegar. "Saqué la licencia de agente inmobiliario, entré en el sector internacional y, con la fuerza del euro contra el dólar, empecé a vender y vender propiedades a europeos. Un año y medio más tarde todo ha cambiado. En marzo me compré una casa en Weston por 325.000 dólares; después me compré un departamento como inversión y mi marido es una vez más ingeniero, trabajando como manager en una empresa en la que gana 63.000 dólares al año. ¡Hemos salido del hoyo y ya verás, de aquí a un año, cómo están los Montaner!".

¿Y las claves de su tardío éxito? "Pues las típicas claves del éxito americano: perseverancia, nunca poner límites y optimismo siempre". ¿Tanto sufrimiento (de repente la palabra no parecía exagerada) había valido la pena? ¿Emigrar a Estados Unidos había sido un buena idea? "Sí. Hay que buscar. Hay que saber dónde buscar. Pero hemos comprobado que este país es, absolutamente, el land of opportunity, la tierra de la oportunidad. Aquí, en el sur de Florida, tenemos además la gran ventaja de que se habla nuestro idioma, que podemos formar redes de contactos y ayuda con nuestra gente, algunas de las cuales ya son gente poderosa aquí. He hablado con cientos de inmigrantes hispanos que han pasado por experiencias similares a la mía y tarde o temprano, si la gente tiene energía y talento y ganas, las cosas les van a salir bien".

Si no fuera así, si fuese todo "sufrimiento", las clases pudientes hispanas no seguirían colonizando el sur de Florida, convirtiendo Gran Miami en la gran capital latinoamericana. Si no fuera así, Fabio Andrade no diría, señalando una mansión tras otra en un tour en coche por la hiperurbanización mágica, la Disneylandia para adultos, en la que vive. "En esa casa vivía un gringo hasta hace dos años; ahora vive un colombiano. A ésa se mudó el año pasado un venezolano. Allá, un argentino. Ahí, otro colombiano. Y mira, en esta de acá un mexicano... Es increíble, esto. Los gringos se van. Pronto no quedará ni uno". O quizá sí. Quizá serán todos puros gringos. Gringos que hablan español.

MAÑANA: Un viaje al corredor de la muerte

Fabio Andrade, colombiano de éxito en Weston, Florida. 

La suya es una de las historias representativas del esplendor que vive aquí la comunidad latinoamericana, que ha emigrado para huir de la incertidumbre en sus países.
Fabio Andrade, colombiano de éxito en Weston, Florida. La suya es una de las historias representativas del esplendor que vive aquí la comunidad latinoamericana, que ha emigrado para huir de la incertidumbre en sus países.J. C.
Un paisaje de Weston, la reconquista hispana del sueño americano. En el esplendor del paisaje quieren ver sus habitantes la felicidad económica, la seguridad personal y el contraste con la situación de la que vienen.
Un paisaje de Weston, la reconquista hispana del sueño americano. En el esplendor del paisaje quieren ver sus habitantes la felicidad económica, la seguridad personal y el contraste con la situación de la que vienen.J. C.

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