La importancia de llamarse Roberts
Poco después de dejar la presidencia en 1960, un periodista preguntó a Dwight D. Eisenhower cuál era, en su opinión, el mayor error político que había cometido en sus dos mandatos presidenciales. Eisenhower no lo dudó un instante: "El nombramiento de Earl Warren para el Tribunal Supremo". La contundencia en la contestación del viejo general era comprensible. Warren, tres veces gobernador republicano de California, había sido propuesto por Einsehower para la Corte Suprema de la nación por sus intachables credenciales conservadoras. Intachables hasta entonces, porque una vez incorporado al alto tribunal, primero como magistrado y más tarde como presidente, Warren se convirtió en una de las voces más liberales en la bicentenaria historia del Supremo de Estados Unidos. ¿Podría ocurrirle lo mismo a George W. Bush con su designación de John Roberts para cubrir la vacante de Sandra Day O'Connor, que dimitió por razones personales a primeros de mes y que ha hecho historia como la primera mujer en vestir la toga de magistrada del Supremo?
Habrá que ver, primero, si el Senado confirma la propuesta, y luego esperar a las primeras sentencias en las que intervenga el nuevo justice (magistrado). Sorpresas las ha habido, y muy recientes. La primera, la de la dimisionaria O'Connor, que, nombrada por Ronald Reagan, ha hecho bascular, en un buen número de ocasiones, las decisiones del lado liberal cuando se ha producido un empate a cuatro en el seno del tribunal de nueve miembros. Como ha ocurrido varias veces con otros dos magistrados nombrados por administraciones republicanas, David Souter y Anthony Kennedy, que han sorprendido con sus votos a sus propios patrocinadores. Y es que hay un ingrediente que muchos repartidores de etiquetas políticas se empeñan en olvidar y que no es otro que el carácter vitalicio de la magistratura. Los presidentes llegan y se van. Los justices son magistrados de por vida. Y ahí está el caso del actual presidente de la Corte Suprema, William Rehnquist, que a pesar de sus 80 años y su cáncer de tiroides sigue al pie del cañón.
Bush, cuyo segundo mandato sólo le ha deparado hasta ahora disgustos -desde Irak hasta el bloqueo por un Congreso de mayoría republicana de sus proyectos legislativos prioritarios, como la reforma del sistema de pensiones- necesita reafirmar sus credenciales conservadoras con su base electoral y, al mismo tiempo, no enfrentarse abiertamente a un amplio sector centrista de la población que no desea un Tribunal Supremo radicalizado que cambie la interpretación constitucional vigente en asuntos tan sensibles como el derecho al aborto y otros temas sociales. Por eso, con la vista puesta en las legislativas del próximo año y en las presidenciales de dentro de tres, en las que pretende dejar un sucesor republicano en la Casa Blanca, ha nombrado a John Roberts, un conservador ma non troppo.
La propuesta ha pillado desprevenidos a los legisladores demócratas, que afilaban los cuchillos a la espera de un candidato de claro perfil neoconservador y ultrarreligioso. Aunque varias asociaciones de derechos civiles ya han anunciado su movilización para impedir la confirmación de Roberts, los congresistas demócratas lo tienen cuesta arriba. No sólo porque el designado, como parte del establishment washingtoniano, es buen amigo de la mayoría de ellos, sino porque hace sólo dos años votaron por unanimidad su designación como magistrado de la Corte de Apelaciones de Washington, el tribunal más prestigioso del país después del Supremo. Por lo demás, las credenciales jurídicas de Roberts son inatacables. Licenciado en Derecho summa cum laude por Harvard, Roberts ha trabajado para el Departamento de Justicia y para la abogacía del Estado durante la presidencia de Bush padre, representando a la Administración federal en 39 ocasiones ante el Tribunal Supremo. Bush necesita desesperadamente este triunfo político y posiblemente lo conseguirá. Pero en 2008 el presidente, ya convertido en ex, regresará a su rancho de Crawford donde, dada la talla del elegido, quizás llegue a la misma conclusión que Eisenhower hace más de 50 años.
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