Bioperversidad
Un profundo desaliento me invade cuando veo cómo se han desvanecido muchas de las ilusiones que me animaron en los años de la transición a confiar en un cambio radical de nuestro modo de ser; donde el respeto entre todos propiciase la mejora irreversible de nuestro territorio. Sería una cínica si no reconociese lo mucho y lo bueno que han supuesto estos 27 años democráticos, pero también una ilusa si afirmase, como pretenden algunos propagandistas, que éste es un país idílico.
Este desánimo se acentúa cada verano al ver arder nuestro escaso bosque. Todos los veranos pienso que ha sido el peor, y todos los veranos me equivoco. Contemplo la desolación del páramo quemado y no dejo de preguntarme cómo un país con recursos no es capaz de coordinarlos primero en la prevención de los incendios, que es lo verdaderamente urgente, y después en su rápida extinción. Porque, según he leído, el 99% de los incendios son causados por el hombre y sólo un 1% se deben a causas naturales.
El cerril desprecio por nuestro entorno natural no sólo se manifiesta en los incendios. Cada verano crece mi indignación por ese comportamiento de niños consentidos de los "nuevos ricos" que arrojan por la borda de sus embarcaciones toda clase de desperdicios al mar; de los playeros de chiringuito que ensucian sin cesar. Pero nunca pasa nada, porque ese comportamiento se considera normal y no se visualiza el castigo.
Los especuladores inmobiliarios se han enriquecido con la destrucción de nuestra costa "regalándonos" esas aberrantes edificaciones en primera línea de playa. España parece un país de locos que instala justo en su mitad más seca el 70% de sus absurdos campos de golf. Un país que no desarrolla su mejor energía: la solar. Deslumbrados por la sociedad de consumo, pronto llegará el glorioso día en que transitemos a más de 300 kilómetros por hora contemplando el fabuloso paisaje de hormigón y montes calcinados que hemos construido. Si podemos pagarlo, ¿por qué renunciar a tan inmensa felicidad.
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