La epifanía de Valentina
Fue una revelación instantánea, como el resplandor de un relámpago que, en pleno campo, en una noche sin luna, iluminara de repente el mundo para posar sobre la oscuridad una pátina de luz resistente, de memoria duradera en su fugacidad. Eso sintió Valentina con el mando a distancia en la mano, mientras escuchaba la banda sonora del mundo de Pin y Pon, unas palabritas ñoñas, sonrosadas, beatíficas, que no lograba asociar de ningún modo con el espécimen vagamente humano que las estaba pronunciando. Ella, una individua de pelo teñido, uñas larguísimas, escote plastificado, la cara como una puerta, y un aspecto que, en general, habría inducido a Valentina a santiguarse si la hubiera encontrado andando por la calle con su hijo adolescente -hecho muy notable, dado que han pasado casi veinticinco años desde que recuerda haberse santiguado por última vez-, siguió hablando, perseverando en el absurdo, o en la farsa, o en el astracán, o en la hipocresía, o en la ignominia. Claro que Valentina no se propulsó hasta tales alturas retóricas hasta que se convenció de que aquel engendro mal siliconado, vivo retrato del Joker de Batman, estaba hablando en serio, porque al principio creyó que lo que estaba viendo era una broma, una parodia astuta, inteligente, de los programas del corazón.
"Fenómenos de biodiversidad quirúrgica se reprochaban un catálogo de pecados"
Valentina nunca había prestado atención a esos programas, aunque el verano anterior había contemplado en un bar el espectáculo de una pareja de deficientes mentales, muy jóvenes, que "habían querido compartir con los telespectadores" el resultado de una prueba de paternidad que, encima, dio negativa. Aquella noche se sintió tan humillada, tan triste, tan solidaria consigo misma ante la desgracia de haber nacido en este penoso país, que estuvo a punto de escribir al Defensor del Pueblo. Pero aquello había sido sólo lamentable, sólo cruel, sólo malvado, sólo perverso y miserable. Lo que estaba viendo ahora era distinto, y por eso soltó el mando, se irguió en la butaca, acercó la cabeza a la pantalla y se quedó mirándola con la boca abierta. Así se la encontró su marido cuando volvió a casa aquella tarde. Y se quedó atónito.
-Pero, Valen
-Calla.
-¿Pero qué estás viendo?
-Espera un momento -ella levantó la mano en el aire sin volverse a mirarle-. Ahora te lo explico
A aquellas alturas, Valentina ya lo había comprendido todo. Había pasado del pasmo al escándalo, del escándalo a la sospecha, de la sospecha al método, y del método a la certeza, aunque sus conclusiones eran tan extraordinarias que no se atrevió a formularlas a palo seco.
-Ven aquí, Pepe -le dijo a su marido-, siéntate y presta atención. Ya verás
-Ni coña, vamos -se resistió el pobre-, pues sí, y encima hoy, que es viernes, con lo cansado que estoy, voy a llegar de trabajar para ponerme
-¡Que te sientes, hombre! Hazme caso. Por favor
Y Pepe se sentó, y asistió a aquella pequeña ordalía de pacotilla en la que el Joker, y el Pingüino, y una villana de fotonovela, y un sosias del padre Apeles, y otros diversos fenómenos de la biodiversidad quirúrgica intervenían animadamente, reprochándose con saña simulada un catálogo de pecados dignos de un catecismo del año 40, como si todos ellos fueran monjas de clausura, como si ninguno conociera más rayas que las de las autopistas, como si pretendieran resucitar el modelo de ama de casa de la Sección Femenina, como si jamás hubieran tenido la menor debilidad, como si vivieran en un mundo sin infidelidades, sin traiciones, sin drogas, sin bares, sin chivatos, sin chanchullos, sin comisiones, ellos, a los que Valentina habría metido en la cárcel en grupo y sin preguntar, y no me equivocaría en más de un dos, calculaba, tal vez un tres por ciento.
-¿Qué? -le preguntó a su marido al rato.
-¿Qué de qué?
-¿Pero no te has dado cuenta? ¿No comprendes que lo que estás viendo es la defensa más recalcitrante de la moral reaccionaria, clerical y patriarcal que existe en este país? ¿No les estás oyendo? ¿No ves cómo sugieren que una mujer con amantes no puede ser una buena madre, que un hombre infiel no puede ser una buena persona, que dos adultos no pueden tener un lío sin perder su reputación? Ahí donde los ves, con la pinta que tienen, están defendiendo la familia tradicional, la castidad, la sobriedad, la ñoñería. Por eso chismorrean en las radios de la Iglesia, en las televisiones de la derecha, en los periódicos fachas. ¿Es que no lo entiendes, Pepe?
-¡Jo, Valen! -y su marido se inclinó hacia ella para besarla-. Qué lista eres, de verdad. Pero qué lista
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