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Columna
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Dormir en un museo

Una familia de Aravaca que vivía plácidamente en su casa de una planta empezó un buen día a sentirse ahogada entre las moles de pisos y terminó vendiendo su chalé para ser derribado. Una situación como ésta es tan corriente en Madrid que no tendría ningún relieve, y menos si la casa carece de méritos arquitectónicos o históricos que la preserven, de no ser porque unos artistas se pusieron de acuerdo para aprovechar la agonía de la vivienda. Y una vez implicados en los avatares de la casa sentenciada a muerte, bajo la inminencia del derribo, se sometieron por propia voluntad a la presión de la piqueta amenazadora y empezaron a llenar la casa de signos, colores y artilugios con la intención, según contaron, de sentir con emoción de creadores cómo afecta la destrucción a la obra de uno y a uno mismo, y vivir esos efectos de decadencia y de ruina en solidaridad, con la pequeña mansión. Una especie de reflexión nerviosa, bajo el agobio de lo inevitable, para llegar a la misma conclusión que Kundera y tantos otros: "La vida humana como tal es una derrota".

Los grafiteros, pintores, artistas del video y de la fotografía pudieron haber hecho lo mismo en un barranco en el que estuviera a punto de presentarse una torrentera que arramblara con sus obras hasta el mar, cloaca de olvido y tragadera de vida. Pero también quisieron hacer un homenaje a la casa, cenáculo de historias diversas, albergue de sueños y frustraciones, medida del tiempo. Y más que a aquella casa concreta de Aravaca, a la casa como universo. Supongo que ya, a estas horas, la empresa constructora habrá consumado su demolición, sin otras contemplaciones utópicas, pero pudo haber ocurrido que al ver la casa transformada en museo cambiaran de opinión y decidieran sacarle provecho económico a la emoción de los artistas. Además, pudo pasar por allí el arquitecto francés Jean Nouvel y, sorprendido por el arte, haber aconsejado a los hombres de negocio una inversión millonaria en esta reflexión viva.

Pero Nouvel no estuvo en Aravaca y sí en el Hotel Puerta América, recién abierto en Madrid, donde 19 diseñadores y arquitectos muy distinguidos han venido a hacer lo mismo que los artistas más anónimos y transgresores de Aravaca, pero a lo grande y con glamour. No pensando con pesimismo en lo fútiles que somos, sino llenando el alegre hotel de geometrías, músicas, colores, plantas, hermosas telas, aluminios y poemas, para hallar la complacencia cara y la vida gozosa. Decían los artistas de Aravaca que ellos trabajaban al margen de los contratos millonarios; los artistas del gran hotel, que ahondan en la poética de los millones, se guardan de contar las cosas de dinero. "Es como un museo para una noche", dijo Nouvel, fascinado con el hotel madrileño. De lo que deduje que hay gente cuyo placer mayor puede consistir en pasar una noche en un museo, y no me extraña que en consecuencia el propio Nouvel decidiera imponer imagen erótica a las suites de este hotel. Debe tratarse, en cualquier caso, no de un hotel para quedarse una noche en viaje de negocios y salir pitando para Barajas, sino de un hotel para enclaustrarse.

Y aunque le he oído decir a Montserrat Caballé que ella conoce el mundo desde las ventanas de los hoteles, dada la severa disciplina que recluye a una diva en sus habitaciones, y que en un caso como el suyo lo mejor sean las habitaciones con vistas, el Hotel América está hecho para no dormir, y si me apuran, para no distraerse tampoco en satisfacciones eróticas que puede uno obtener, más concentrado, en hoteles baratos. Abrir las ventanas para contemplar el Parque de las Avenidas o Clara del Rey, cuando lo bueno está dentro del hotel, parece un modo inútil de hacer gasto y renunciar al gozo. Si uno pasa la noche en un museo, como le gusta a Nouvel, es para no perderse la contemplación de los materiales de Chillida con los que ha trabajado Foster, ni el neodecó de Victorio y Lucchino, ni la cápsula de servicios de Ron Arad, ni la sombra de Arata Isozaki.

Los hoteles son, muchas veces, espacios para la soledad. Y la soledad de este tiempo busca tanta distracción que quizá por eso nuestra sociedad necesite tantos parques temáticos. Líbreme Dios de pensar que el Hotel América sea un parque temático si dice Nouvel que es un museo para una noche, pero antes de que existieran tales parques ya había gente que soñaba de día y pasaba el rato, a precios muy módicos, en los museos de toda la vida.

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