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Columna
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Poemas

Como hecho insólito en mi carrera de lector, que suele nutrirse de la cocina recalentada de las traducciones, conocí por primera vez a Catulo en su lengua vernácula, un latín sofisticado y ágil que olía a perfumes caros y conservaba el brillo del ónice, y con el que mis compañeros del bachillerato y yo solíamos entretenernos los lunes, miércoles y viernes, en aquellos tiempos benévolos en que los ministerios no hostigaban a las asignaturas de humanidades. Atribuyo a esa intimidad inicial el hecho de que Catulo y yo hayamos seguido encontrándonos a lo largo de mi adolescencia y de esta madurez cargada de hipotecas, que hayamos seguido dialogando en las noches o las siestas de verano igual que dos amigos que se reúnen cada tantos meses para conjurar el poder divisor de los relojes, de las agendas, de las obligaciones más importantes. Muchas veces, en las severas introducciones de ediciones críticas o desde lo alto del estrado que domina el aula, he oído a sabios y escoliastas afirmar que los clásicos no están muertos, que no son de piedra y óxido como quieren hacernos creer las estatuas, que sobre las páginas que escribieron las letras continúan agitándose y brincando, como los batallones en formación de un hormiguero: la primera vez que yo sentí que esa aseveración es cierta fue al recitar a Catulo. Las fechas, que no ahorran crueldades, han decidido que Cayo Valerio Catulo falleció en el año 54 antes de Cristo, más joven de lo que yo soy ahora, y que un cráter de veintidós siglos nos aleja. Pero a veces la apreciación más obvia no resulta la más verdadera: releo el poema de los besos, el famoso Vivamus mea Lesbia, y las distancias quedan trituradas, y el viejo amor que tostó el corazón del poeta se convierte en alcohol en el torrente de mis venas, calienta, escuece, vive.

Conservo el original latino de los Carmina en la edición bilingüe italiana de Garzanti, pero ya que la poesía, igual que la cerveza, sólo se sube verdaderamente a la cabeza si se la disfruta en compañía, he reunido también algunas traducciones al castellano. No sé si ha sido el rigor o el descuido el que me ha hecho acabar apreciando las versiones de García Calvo, que ha vertido al vate de Verona aquí y allá, a trancos, en versos que conservan la música y los aguijones de sus modelos. Pero sin embargo la que más he empleado, la que he prestado a amigos, la que he subrayado y saqueado a la hora de citar, es la muy honrada traducción que Antonio Ramírez de Verger, catedrático de Filología Latina y ex rector de la Universidad de Huelva, realizó para Alianza en 1988.

Leo que la Fundación El Monte se ha arriesgado ahora a publicar de nuevo los poemas de este hermoso cadáver, lo cual no deja de constituir un gesto valioso en estos días en que los cementerios están repletos de piedras preciosas y muebles caros que nadie recoge; además, es el mismo Ramírez de Verger, en compañía de la traductora Ana Pérez Vega, quien se encarga de la edición, enriqueciéndola con variantes y alternativas. Una garantía suficientemente solvente para descubrir que el mármol sólo se estila en los sepulcros y que la poesía verdadera recurre a materiales diferentes: nervio, franqueza, calidez, amistad.

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