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Columna
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El asalto a la ciudad

Ayer se conmemoró en Bosnia el trágico asalto a una pequeña ciudad, Srebrenica. El resultado del mismo, hace ahora diez años, lo conocen todos. Al menos 8.000 hombres, niños y ancianos fueron ejecutados y enterrados como perros en fosas comunes. Aquella ciudad llevaba entonces tres años resistiendo en unas condiciones terroríficas, al igual que la capital del país, Sarajevo. El Ejército serbio y los paramilitares a sus órdenes no querían solo tomar Sarajevo, Srebrenica y Tuzla. Ya lo habían logrado en Foca, donde ejecutaron a gran parte de los hombres sobre el puente del río Drina y lanzaron los cadáveres al agua. Esto mismo habían hecho en Kostelnica, donde río abajo las corrientes jugaban con los muertos flotantes como en la nueva película de Spielberg La guerra de los mundos. ¡Ay de las ciudades, ese escenario de encuentro en los valles y junto a los grandes ríos y costas amables donde la comunicación permite a los hombres juntarse para intercambiar experiencias y noticias, mercancías y sentimientos! Sus enemigos las odian porque en ellas surge hace miles de años la riqueza de la comunicación y la libertad y dignidad del individuo, porque en ellas es tan difícil imponer verdades únicas y la peor represión nunca puede evitar complicidades humanas entre gentes de diversa procedencia, religión y etnia. Allí todo se mezcla y nada queda en estado puro.

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Las odiaban los fanáticos de la tribu que dirigían Ratko Mladic y Radovan Karadzic como las detestan en el fondo todos los nacionalismos que no por casualidad idealizan la vida primitiva en el campo y las amables arcadias de quienes piensan y sienten todos igual. Siempre fueron objetivo de todos los que quieren imponer la tiranía. Los ciudadanos siempre han sido los peores súbditos. Lo sabía Slobodan Milosevic, a quien derribaron los belgradenses con el apoyo de los habitantes de la otra ciudad serbia que es Nis. Como lo sabían Mao Zedong y Pol Pot, que exterminaron a sus burguesías. La ciudad siempre genera pecado e ideas disolutas y disolventes, que se juntan o enfrentan y generan otras que a su vez plantean preguntas, fomentan la curiosidad y crean lazos humanos en constante ampliación y movimiento. La ciudad es la libertad y tiene otra vez muchos enemigos fuera de sus muros imaginarios, pero también dentro de la fortaleza civilizadora.

Londres es la ciudad por antonomasia. Allí, junto al Támesis que lleva a todos los mares del mundo, se ha inventado mucho de lo que hoy constituye el mundo moderno. La megápolis del comercio, la industria y las comunicaciones ha sido también la cuna de la democracia y el bastión de la misma en los peores momentos para la sociedad abierta. En Londres, los enemigos de nuestra civilización de ciudades nos han atacado a todos y lo han hecho con bombas en las arterias de nuestra cultura de la movilidad, de la comunicación e información, de nuestra libertad.

No es en realidad nada distinto, salvo en su carga simbólica, a lo que nuestro enemigo moderno, el terrorismo, lleva haciendo ya años. Ayer, el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, de visita en Madrid, otra ciudad castigada por quienes quieren doblegar la voluntad y el desafío ciudadano, tenía toda la razón al considerar uno de sus mayores éxitos el restablecimiento de las comunicaciones entre las ciudades y el regreso a las mismas de sus alcaldes antes huidos ante el terrorismo de las FARC. Si las ciudades pueden defenderse, la democracia siempre estará a salvo por mucho dolor que puedan causar sus enemigos. Por eso los ciudadanos han de defenderse con firmeza tanto de sus enemigos como de quienes les sugieren claudicar con cantos de sirena sobre la paz perpetua e imposibles conciliaciones. Ninguna democracia puede hoy permitirse ninguna paz que no pase por la derrota del terrorismo, su enemigo mortal. Porque hunde su dignidad y libertad y la convierte en rehén, esto sí a perpetuidad, de quienes la quieren destruir con bombas o rendición encubierta.

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