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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los otros católicos

Las misas con incienso imponen respeto, son otra cosa. No tienen nada que ver con esas tediosas misas posconciliares con guitarra y chiruca donde, a fuerza de campechanía, Cristo acababa siendo tratado como un amiguete al que se invita a la fiesta.

En las misas con incienso el que manda, manda, está arriba, los otros estamos abajo, dale que dale al Aleluya, y entre él y nosotros se interpone la fragante nubecita que embriaga los sentidos, aturde la razón y confiere al acto un aura de misterio e irrealidad.

La muy católica catedral de Girona se ofreció el sábado para albergar una misa de las de incienso y protocolo a la antigua, ofrecida a partir de un ritual, el caldeo, más viejo que la misma catedral de Girona, una liturgia que se ofició enteramente en arameo, la lengua de Cristo.

La catedral de Girona se ofreció el sábado para albergar una misa de las de incienso y protocolo a la antigua

Esa misa, interpretada por los jóvenes cantantes del coro de Notre-Dame de Chaldée de París, llegaba a Girona de la mano del VI Festival de Músicas Religiosas del Mundo; pero no se trataba en modo alguno de un concierto convencional con público y taquilla, sino de una auténtica misa con celebración, cura, comunión, entrada libre y, al ser la Iglesia caldea una iglesia católica que acepta la supremacía de Roma y se somete al Papa, la ceremonia, además, estaba homologada desde un punto de vista de eficacia religiosa.

Por si acaso, Sebastià Janeras, profesor de Historia de las Iglesias Orientales, ya avisó al principio a la extraña mezcolanza de melómanos, feligresía católica tradicional y renovada, y curiosos en general que llenaba el templo de que podían comulgar todos sin ningún tipo de preocupación pues la misa valía y tenía todos los permisos necesarios. Janeras, un verdadero sabio que temiendo que nuestro arameo antiguo estaba quizá un poco oxidado, nos guió durante toda la celebración por los recovecos del extraño rito, nos lo explicó y nos decía cuándo teníamos que levantarnos y cuándo teníamos que sentarnos. Fue una pieza fundamental durante toda la misa y actuó de puente entre unos y otros; sin él, no habríamos entendido nada.

El rito, antiquísimo, iba acompañado por un canto monódico de clara filiación semita, una melopea repetitiva y suavemente rítmica aunque no excesivamente melismática, que acrecentaba los efectos del incienso. El celebrante principal casi nunca hablaba y siempre se mantenía en una especie de recitado melódico a un paso del canto. Los cantantes interpretaban a partir de un texto escrito y no de una partitura, habían aprendido las melodías de memoria y las repetían, y al ser preguntados ingenuamente por el cronista al final de la misa sobre la antigüedad de las músicas que cantaban, no solamente no pudieron responder, sino que juzgaron, muy acertadamente, que la pregunta no tenía ningún tipo de importancia.

El oficiante principal, mosén Yusuf, se mostró algo más explícito, pero aun así dio una respuesta en la línea de la más exquisita tradición semítico-gallega: "Algunas son muy antiguas, pero no se sabe de cuándo, otras son bastante antiguas y algunas son modernas pero parecen antiguas". Estaba claro que, gracias a Dios, no estábamos ante músicos o musicólogos, sino ante fieles que cantaban y que allí no cobraba derechos de autor ni Dios.

El rito, muy primitivo y complejo, con muchas idas y venidas entre la nave, que simboliza el mundo, desde cuyo centro, Jerusalén, se predica la palabra, y el presbiterio, que encarna el mundo de Dios, no es un rito especialmente pomposo, es más bien sobrio y no tiene nada que ver con los fastos vaticanos. Es el rito de una iglesia muy antigua que ha vivido la mayor parte de su existencia como religión minoritaria en medio de mayorías más o menos hostiles.

Actualmente esta iglesia, que cuenta con unos 500.000 fieles en su rama católica y entre 300.000 y 500.000 en la rama no católica, se extiende por un territorio a caballo entre Turquía, Irán e Irak. En sus orígenes la actual Iglesia caldea, que pertenece a las iglesias orientales que se expandieron fuera de los límites del Imperio Romano, gozó de cierta prosperidad pues se extendió entre los malabares del sureste de la India y se expandió con fuerza por China hasta que fue aniquilada por los Ming. A partir de aquí todo es dolor y desgracias: ya eran pocos y, discutiendo sobre si el cargo de patriarca debía ser o no hereditario, aún se dividieron en dos facciones; fueron perseguidos por los mongoles y por los turcos, fueron estafados en el tratado de Sevres (1920) y Lausana (1923) por los vencedores de la I Guerra Mundial, que les prometieron un territorio propio que jamás recibieron, y comparten territorio con los kurdos, que ocasionalmente colaboraron con sus tradicionales enemigos, los turcos, para zurrarles. Como iraquíes, son sospechosos en toda la cristiandad americanizada, y como cristianos, son sospechosos en Irak. Desde luego, no es ninguna ganga pertenecer a los otros católicos.

Más allá del mayor o menor exotismo del ritual, quizá lo más interesante de la misa caldea que tuvo lugar en Girona fuera el hecho mismo de que se celebrara y de que los capellanes de la catedral colaboraran gustosos en ella, de que iglesias que por un quítame allá ese cirio se han anatematizado ferozmente durante siglos unas a otras ahora den, por fin, una muestra de sensatez ante sus fieles. El gesto tiene especial valor en un mundo como el actual, peligrosamente tendente a resucitar las guerras de religión y las guerras santas.

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