Aviso para reformadores
Las reformas que muchos de los españoles vivos compartimos hace más de un cuarto de siglo, aunque se vayan integrando paulatinamente en la Historia, todavía seducen por el procedimiento seguido para ejecutarlas, por convincentes, necesarias y fáciles de entender hasta por quienes no las compartieron. En esto, desde luego, se diferencian del movimiento reformista múltiple, de varia razón y fortuna, que hoy envuelve a las principales instituciones jurídicas del sistema constitucional, que resulta, de ordinario, difícil de comprender y, en no pocos casos, también de compartir por no estar utilizando las mejores técnicas para ejecutarlo.
La llamada "Constitución europea", ahora en trámite de liquidación por falta de aceptación popular, ofrece el primero y más señalado ejemplo.
Se ha dicho algunas veces, pero seguramente no con el suficiente énfasis y detalle, que la meritada Constitución europea ni es una Constitución ni contiene apenas nada que no estuviera ya en los Tratados comunitarios fundacionales y sus sucesivas reformas vigentes al día de hoy. Resulta por ello asombroso, y francamente irresponsable, el extraordinario gasto político y económico hecho para someter a ratificación popular una norma que no es mucho más que un texto refundido de la legislación vigente. Lo que el pueblo francés y el holandés han desaprobado no es ninguna norma fundacional nueva, sino el texto que resume el estado actual de las regulaciones y principios jurídicos básicos del Derecho comunitario.
Probablemente son muchas las vanidades políticas y las torpezas técnicas acumuladas para llegar a formular propuestas tan poco razonables. Pero para cualquier jurista medianamente avisado es palmario que el procedimiento usado para llevar a cabo la última reforma de los Tratados comunitarios era innecesariamente pretencioso y complejo. Para refundir y ordenar textos legales, que es lo que el Tratado-Constitución hacía preferentemente, hubiera bastado con encomendar al Ejecutivo comunitario que llevara a cabo la operación de refundición, bajo el control y supervisión del Parlamento. Después, someterlo a la ratificación de los Parlamentos estatales con la modestia a que obligaría un texto nuevo relleno de Derecho viejo. Y si hubiera sido preciso añadir algunas innovaciones al Derecho vigente, podrían haberse hecho incorporando las normas nuevas que se consideraran indispensables, siguiendo el mismo camino de prudencia, en la formación del Derecho europeo fundamental, que se había utilizado hasta la fecha de la discutida Constitución. Dejo subrayado este recordatorio por si pudiera servir para salir del embrollo en que ha sido sumida la unificación política de Europa.
El camino elegido, además de equivocado por las razones dichas, ha generado la inextricable paradoja de que los franceses y holandeses rechacen un texto que contiene básicamente las mismas normas que ambas poblaciones tienen ya aprobadas y vienen aplicando pacíficamente desde hace decenios.
La reforma de la Constitución española de 1978 tampoco parece que, de momento, esté más sabiamente orientada. El Gobierno ha manifestado al Consejo de Estado una abstracta preocupación por la necesidad de ajustar algunos pasajes del texto vigente, y el órgano consultivo dirá pronto lo que le parece. Pero mientras lo hace o no, cuantos pensamos que está bien y es adecuado reflexionar siempre sobre las reformas constitucionales, porque es necesario que estos cuerpos legales se mantengan vivos, nos preguntamos por qué la reforma ha de condicionarse o limitarse anticipadamente en lugar de proceder a su estudio con libertad, para que las propuestas que finalmente procedan sean realmente las que los nuevos tiempos imponen, o los cambios políticos o sociales demandan.
Por ejemplo, no tiene el menor sentido técnico limitar la reforma del sistema de autonomías a la cuestión de la denominación de las comunidades autónomas o a la reforma del Senado. Todos los debates abiertos sobre la reforma del Título VIII aparecen dirigidos exclusivamente a incrementar las competencias y el peso de las comunidades autónomas en el concierto general de los poderes territoriales. Lo cual posiblemente sea bueno y exigible. Pero es más que evidente que los años de experiencia que hemos acumulado también enseñan que es necesario mejorar el funcionamiento de algunas instituciones y aclarar el contenido de determinadas competencias estatales para que puedan ejercerse eficazmente. ¿No es procedente estudiar qué aspectos del funcionamiento del aparato estatal deben mejorarse? Por otra parte, el Título VIII de la Constitución es esencialmente una disposición transitoria que ha agotado su eficacia y que tiene que ser repensada, seguramente para reestructurarlo y hacer desaparecer buena parte de sus disposiciones actuales. ¿Por qué no hacerlo? En otro orden de consideraciones, ¿no merecería la pena aprovechar la reforma para volver a estudiar la posición y funciones del Tribunal Constitucional, sumido en una decadencia tan galopante como notoria? O ¿para qué modificar ahora el orden de sucesión a la Corona en base a una supuesta exigencia actual del derecho a la igualdad de sexos, si la reforma se va a acompañar de una disposición transitoria que evite su aplicación hasta que muera el actual heredero, a quien D.g.m.a.?
Con lo que quiero decir, resumiendo, que, siendo ineluctables las reformas, tienen que producirse estudiando primero con exactitud cuáles son las necesarias, para no abrir el flujo de lo fútil y dispensable y cerrar todas las puertas a lo esencial.
El último y no menos curioso ejemplo de cómo no deberían hacerse las reformas institucionales lo están ofreciendo los reformadores autonómicos, que son legión estos meses.
Comenzaré por decir, también en este caso, que no cabe ninguna duda de que los Estatutos de autonomía han de reformarse. Precisa ser reformado el funcionamiento de las instituciones, las relaciones con los poderes estatales, la participación en los procesos de decisión nacionales y europeos y, sobre todo, aclarado el contenido de muchas competencias legislativas y ejecutivas a la luz de la experiencia de cinco lustros. Pero la explosión y diversidad de métodos incoados para ejecutar las reformas pueden llevar a resultados que, de aceptarse, pongan al Estado en un difícil trance histórico.
Pueden clasificarse los reformadores estatutarios en tres categorías. La primera la integran quienes creen que la reforma del Estatuto es un ejercicio de soberanía, una activación del supuesto poder constituyente propio del territorio que lo invoca. Este grupo tuvo un momento de máxima expresividad el 30 de diciembre de 2004, con la aprobación por el Parlamento vasco de un proyecto de reforma estatutaria hecho con abierta desconsideración de lo establecido en la Constitución española. Después de este momento álgido, la rotunda oposición del legislativo estatal y las siguientes elecciones vascas pusieron el proyecto a la deriva.
La segunda categoría de reformadores está compuesta también por un grupo de creyentes en el mito de que el Estatuto es una Constitución y no una simple norma de autoorganización de un territorio infraestatal. Por creer tal cosa, ya han rellenado borradores que se parecen del todo al texto de la Constitución, contienen sus mismas declaraciones de derechos y una parte organizativa donde se regulan tanto las instituciones propias como se reforman las ajenas. Esta clase de renovadores declara su respeto a la Constitución, que aspiran, sin embargo, a modificar, y a que los territorios autónomos cuenten con normas institucionales que sean cabalmente como la Constitución estatal misma en cuanto hechas con similar autosuficiencia y a su imagen y semejanza.
La tercera clase la representan las propuestas de reforma enhebradas en la Comunidad Valenciana, consistentes en un texto normativo que es un Estatuto y no pretende ser otra cosa, y no aspira a ser Constitución ni a parecerlo. Pero para poner énfasis en la importancia del nuevo texto, se ha rellenado la propuesta de innumerables declaraciones nominales sin un contenido normativo visible. De esta clase son, por ejemplo, todos los preceptos que declaran que los valencianos tienen los derechos reconocidos en las convenciones o cartas supranacionales, o que son iguales ante la ley, y también las disposiciones que declaran que las instituciones autonómicas que deban ser reguladas por normas estatales tendrán la configuración que estas últimas decidan.
Probablemente este último modelo, en cuanto apoyado por las dos fuerzas políticas mayoritarias, sea el que más cunda y prospere. Dado que se remite continuamente a lo que establece la Constitución y no pretende anteponerse a las facultades dispositivas de las Cortes Generales, seguramente es también el que menos tensiones produce en las instituciones del Estado. Pero, aun así, también este grupo de reformadores, como todos los demás, parece haber olvidado totalmente que las reformas estatutarias suponen, siempre y necesariamente, por definición, reformas del Estado. No sólo porque las comunidades autónomas sean una pieza institucional del Estado, sino también porque, inevitablemente, al concretar en ellos las competencias autonómicas, se delimita indirectamente el alcance de las estatales. Considerando esta circunstancia, la cuestión que vuelven a plantear los procesos de reforma estatutaria en curso es si es posible reformar el Estado diecisiete veces siguiendo, en cada caso, los particulares criterios de los territorios proponentes de los nuevos textos normativos. ¿No merecen el Estado y sus instituciones ser tratados con un punto más de consenso y de coherencia, con algo más de delicadeza para no dañar la esencia de las instituciones principales de gobierno?
La cuestión no es nueva. Su planteamiento dio lugar a los Pactos autonómicos de 1981 y 1992. ¿Por qué no romper la incomunicación entre los reformadores y establecer acuerdos mínimos acerca de cómo orientar para el futuro la organización y el funcionamiento del Estado, que depende esencialmente de la reorganización autonómica que se avecina? Aunque sea probable la imposibilidad de acuerdo en lo especial y diferencial, ¿no es evidente que nada impide los acuerdos sobre la organización territorial, la justicia, las competencias medioambientales, las responsabilidades en materia de derechos sociales, en las grandes infraestructuras, en la participación en la formación de las decisiones estatales y comunitarias, etc.? Es imprescindible intentarlo porque ninguna de estas cuestiones puede organizarse o decidirse respetando simultáneamente diecisiete criterios diferentes.
Santiago Muñoz Machado es catedrático de Derecho Administrativo de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.
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