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La disputa nominalista

José Álvarez Junco

Parece como si a nuestra sociedad le hubiera entrado una repentina fiebre por pelearse sobre palabras. Hace unos meses, se calentaron los ánimos en torno al tema de si el valenciano era una "lengua" o sólo un dialecto o variante del catalán; los había, si no dispuestos a morir, sí al menos a ofenderse gravemente ante la insinuación de que la suya fuera una lengua similar o totalmente independiente de la de al lado. La semana pasada, personas francamente irritadas aseguraban no ser enemigos del derecho de los homosexuales a unirse legalmente, pero consideraban intolerable llamar a esa unión "matrimonio". Y, siguiendo con la guerra de palabras, la gente toma hoy posiciones no menos apasionadas a favor o en contra de conceder a Cataluña el título de "nación", saliéndose así de las tranquilas aguas conceptuales de las "nacionalidades y regiones" en que hasta ahora estaba ubicada.

Cualquiera diría que estamos volviendo al siglo XII, cuando los filósofos escolásticos se dividieron en dos escuelas -enemigas mortales, no faltaría más- en torno a la cuestión de si los nombres y conceptos con que designamos a las cosas son reales (o, más bien, son la única realidad sustancial, pues existen en la mente divina incluso antes de las cosas mismas) o si son invenciones humanas destinadas a expresar cualidades genéricas de los objetos y fenómenos particulares. La Iglesia se alineó a favor de los primeros, los llamados "realistas", pues su filosofía convertía en sólidas realidades los dogmas teológicos; pero, tras el paso de tantos siglos, cualquier filósofo actual les daría la razón a los segundos, los "nominalistas". Porque el acuerdo general hoy es que las palabras sólo tienen valor convencional, y que de ningún modo están ligadas a realidades externas al lenguaje mismo.

¿No estaremos, por tanto, perdiendo nuestro tiempo con estos debates sobre el uso de tal o cual término? ¿No será un debate simbólico más, de estos que nos apasionan a los humanos mucho más que las cuestiones "materiales", que para el ingenuo racionalismo de Karl Marx iban a ser las únicas significativas en el mundo moderno? ¿O es que del uso de los términos se derivan consecuencias jurídicas inevitables? Veámoslo en relación con el concepto "nación".

¿A qué llamamos nación, en definitiva? La definición habitual, que se encuentra en diccionarios y enciclopedias, dice algo semejante a "una comunidad humana unida por lazos de raza, lengua, religión e historia"; a veces se añade un "etcétera", pero lo normal es que la descripción se quede en esos cuatro rasgos (que, en conjunto, dan lugar a un quinto, implícito: una "manera de ser" especial, diferente a la de sus vecinos). Recapacitemos un momento sobre cada uno de ellos porque, vistos con algún detenimiento, resultan ser menos sólidos de lo que aparentan.

Lo primero que habría que descartar es el término "comunidad" (que raras veces falta). Tomado literalmente, es inevitable remontarlo a la clásica distinción de Ferdinand Tönnies, uno de los padres fundadores de la sociología, entre Gemeinschaft y Gesellschaft: la primera, la comunidad, es una entidad natural, orgánica, de existencia previa a la de sus componentes y por tanto ajena a la voluntad de éstos; la segunda, en cambio, la sociedad, sería una creación artificial, producto de la voluntad de los individuos humanos, propia del atomizado mundo moderno. Hoy, sin embargo, sabemos muy bien que la distinción de Tönnies es más teórica que práctica: ni hay grupos humanos totalmente artificiales y planificados, ni hubo nunca, si no es en un mundo tradicional idealizado, sociedades orgánicas y "naturales". Lo que nos lleva también a observar que nuestro propio lenguaje diario incurre en deslizamientos organicistas cuando utilizamos expresiones tales como "el grupo piensa", "el pueblo cree" o "la nación desea". Los sujetos colectivos no son entes animados, no tienen alma ni mente; los únicos que pensamos, creemos o deseamos somos los individuos.

Si de la comunidad pasamos a los cuatro rasgos que la cualifican, volvemos a encontrar que ninguno de ellos, cuando se analiza de cerca, funciona. Contra lo que pueda parecer a primera vista, las razas son casi imposibles de definir; incluso tiene algo de inmoral, después de los crímenes desvelados en 1945, seguir pensando en clasificar a los humanos en razas. Tampoco es fácil la división de la humanidad en compartimentos religiosos, pero sobre todo es poco realista analizar a las secularizadas sociedades modernas a partir de la religión. En cuanto a las lenguas, que alguien se atreva a decirnos cuál es el número exacto de grupos lingüísticos existentes en el mundo; o, más difícil todavía, que intente hacer coincidir las naciones con las lenguas; porque el español, por ejemplo, es hablado en más de veinte "naciones" y sin embargo en la propia España coexiste con otras varias lenguas vivas. Por último, ¿alguien puede imaginar un rasgo más manipulable que el "pasado histórico común"? ¿Nos dice la historia de una manera "objetiva" a quién pertenece, por ejemplo, Jerusalén? ¿A los judíos, a los musulmanes, a los cristianos? ¿A cuál de las sectas o fracciones de cada una de estas religiones?

La descripción tradicional de la nación en términos de raza, lengua, religión e historia, sirve, por tanto, de poco. Todos ellos son rasgos anticuados y muy difíciles de definir. Apenas hay en el mundo sociedades que sean homogéneas ni siquiera en uno de esos cuatro terrenos; y es totalmente impensable una sociedad que lo sea en todos ellos. Lo esencial, como observó Benedict Anderson en un libro inolvidable, no son esos elementos objetivos, sino uno subjetivo: la conciencia de poseer esos rasgos, el hecho de que la mayoría de los individuos de ese conjunto humano crea o imagine que posee unas similitudes culturales del tipo de las descritas; de esta manera surgen las comunidades imaginadas, que es una buena manera de empezar a definir a las naciones. Y no es sólo conciencia o imaginación: es también, como explicó Ernest Renan hace un siglo y pico, la voluntad de ser parte de ese grupo, el hecho de querer ser, por ejemplo, catalanes (el "plebiscito cotidiano").

A estos elementos subjetivos hay que añadir otros dos requisitos absolutamente inexcusables para poder llamar nación a un grupo humano. El primero, queesa población debe estar establecida y arraigada sobre un territorio concentrado. Si no hay territorio, habrá etnia, habrá grupo distinto culturalmente, pero no hay nación. El grupo cultural más indiscutiblemente diferenciado que ha vivido en la Península Ibérica en los últimos siglos han sido los gitanos. Nunca se han declarado nación ni han sido reconocidos como tales, y todos sabemos la razón: porque no tienen territorio fijo. De haberlo tenido, hubieran utilizado la justificación nacionalista hace tiempo.

El segundo requisito para ser nación es que una parte importante o mayoritaria de los miembros de ese grupo tiene que expresar de alguna forma su intención de controlar políticamente ese territorio en el que están ubicados. Porque la nación tiene una curiosa y trascendental peculiaridad: que parte de una reclamación étnica ("somos diferentes"), similar a la que podría expresar cualquier grupo o minoría cultural, religiosa o sexual; pero esta exigencia de reconocimiento se convierte de inmediato en reivindicación territorial: en virtud de sus diferencias culturales, el grupo que se declara nacional exige control sobre la parte del globo en que habita (y alguna otra adyacente que cree "suya" por razones históricas). De nada vale objetar que en esas tierras viven gentes que no comparten sus rasgos culturales. En caso de encontrarnos ante un nacionalista cívico, sofisticado, moderno, nos dirá: no se preocupe, si nosotros somos muy tolerantes y multiculturales, si en nuestro proyecto de Estado todo el mundo va a tener los mismos derechos. A un etnicista más cerrado le será difícil ocultar su intención de distinguir dos clases de personas en su futuro territorio autónomo: los "ciudadanos", meros huéspedes, y los "nacionales" o auténticos -judíos, además de israelíes; o vascos de ascendencia y convicciones, además de ciudadanos de Euskadi-. Tranquiliza más el primero, pero no se puede dejar de observar que ambos han dado el salto de lo cultural a lo territorial sin reparar en la incoherencia lógica.

Concluyamos. Si estamos de acuerdo en definir a la nación como un grupo humano cuyos miembros creen poseer unos rasgos culturales diferentes a los de sus vecinos y dejan patente su voluntad de mantener esos rasgos diferentes, que están asentados sobre un territorio bien definido y que de sus peculiaridades culturales deducen el derecho a decidir políticamente sobre el destino de ese territorio, pocas dudas pueden cabernos de que Cataluña es una nación. Una mayoría de los habitantes de Cataluña así lo piensan, y, como en definitiva estamos hablando de comunidades imaginadas, lo que ellos, los protagonistas, imaginan es la realidad social.

Con arreglo, sin embargo, al mismo argumento, siguiendo una lógica estrictamente paralela, hay que concluir que también España es una nación. Quienes reclaman el derecho a ser incluidos en esta categoría no pueden, a continuación, negar ese título a España aduciendo que sólo es un "Estado". Porque hay muchos millones de personas que se sienten españoles, que quieren ser españoles (muchos más, entre paréntesis, que quienes se sienten catalanes; no en términos absolutos, es decir, no más millones de personas, dato que no sería decisivo, sino muchos más en términos relativos también: si hay, supongamos, un 60% de catalanes que creen que Cataluña es una nación, el porcentaje de ciudadanos españoles que sienten a España como nación no baja del 90%; y habrá que despreciar mucho la realidad para no tener en cuenta ese dato); si toda esta gente cree en España como nación, por la misma razón antes explicada, España es una nación.

Si tanto Cataluña como España son naciones, por tanto, la fórmula "nación de naciones" está servida. De estas naciones, tal como las hemos definido, no se derivan derechos, sino demandas, pretensiones de control territorial. Pero lo mismo podría decirse de las nacionalidades, e incluso de las regiones, a las que nuestra Constitución reconoce, no ya pretensiones, sino derechos (el derecho a la autonomía). Por lo que no veo tantas diferencias entre unas y otras categorías.

Por último, si los grupos, en contra de lo que creen los nacionalistas -de ambos lados-, no son naturales ni eternos, sino que dependen de algo tan inestable como la voluntad de sus miembros, no parece razonable intentar apresarlos en las leyes de una manera fija e inmutable. Como cualquier otra creación humana, las naciones son provisionales e inestables; dejemos abierta la posibilidad de que evolucionen, desaparezcan, surjan otras nuevos, cambien de denominación o de categoría. En un terreno así, tan etéreo y tan subjetivo, lo importante es la negociación política y el pragmatismo. Lo absurdo es encastillarse en posiciones fundamentalistas y en defensas numantinas de nombres o entes inconmovibles.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Actualmente dirige el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

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