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Columna
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Sumar y restar

Josep Ramoneda

Uno de los momentos culminantes de la legislatura del tripartito fue la aprobación en el Parlamento de una resolución sobre la representación oficial en la Feria de Francfort de 2007 que exigía "preferencia" a los escritores en lengua catalana en tanto que representantes "únicos" de la literatura catalana. La primera cosa que habría que preguntar es cómo se come la contradicción entre "únicos" y "preferentes". Pero, con frases de este tipo, los políticos evitan perder votaciones al tiempo que -en este caso, los socialistas- pretenden salvar sus almas.

Se podría entrar en el eterno debate sobre la condición de los escritores catalanes en lengua castellana, pero me aburren las disquisiciones encanalladas por los prejuicios. A mí me parece evidente que cualquier ciudadano de Cataluña -independientemente de que escriba en castellano, en catalán, en árabe o en inglés- forma parte de la cultura catalana, aunque la fragmentación de la cultura -que por definición es universal- por nacionalidades siempre me ha parecido escasamente interesante, fruto de la eterna voluntad de control político e ideológico de todo lo que se mueve. Del mismo modo, es evidente que la literatura en lengua catalana es la que está escrita en catalán, lo cual sólo por cuestiones de psicopatología colectiva puede llegar a ser votado por un parlamento.

Pero más allá de estos temas recurrentes sobre los que se ha centrado el debate, aquella resolución parlamentaria es muy representativa de una de las características más propias de la concepción nacionalista del mundo: el placer de ser pocos pero buenos. El gusto por la resta. Parecería razonable que un país con afán de ocupar cada vez un lugar más visible en el mundo y de gozar de una sociedad lo más abierta posible tuviera tendencia a sumar, a capitalizar todo lo que circule por sus tierras, a asumir como propio todo aquello que incremente el potencial común. En el caso que nos ocupa, los escritores en lengua castellana, a algunos de los cuales se debe, entre otras cosas, que el país sea mucho más conocido y reconocido en el mundo. Pues, no. Desde la mentalidad nacionalista más bien son un estorbo. Porque la fuerza del nacionalismo está precisamente en delimitar y ajustar el espacio de pertenencia. En ser auténticos, en ser exactamente como somos, dando por supuesto que lo que somos viene determinado por el pasado y por la tierra y no por la gente que configura la realidad presente del país. Para los nacionalistas es irresistible el placer de ser pocos y muy escogidos -lo que no forzosamente significa bien escogidos-, entre otras cosas porque el día que reconocieran a todos los ciudadanos de este país dejarían de existir, y los criterios de elección tienen que estar en territorios suficientemente inefables para no poderlos someter a escrutinio racional. Si no abundan se construyen: por ejemplo, convirtiendo la lengua, más allá de su valor instrumental, en un territorio mítico determinante de la pertenencia. El nacionalismo no se define por lo que integra, sino por lo que excluye. Lo cual inevitablemente da lugar a una idea de poder estrecha, determinada por la fuerza de lo gremial, que busca la protección en el árbol fecundo de las raíces de la patria.

Naturalmente, una idea del mundo basada en que en un determinado territorio unos -los autóctonos, distinguidos por la lengua porque ya es difícil hacer otras distinciones en sociedades mestizas modernas- tienen preferencia sobre el resto, convierte cualquier idea de inclusión de las poblaciones que vienen de fuera en pura neutralización. Es decir, evitar el conflicto pero mantener una efectiva barrera cultural entre unos y otros, que es el ropaje con el que se viste la separación entre sectores autóctonos dominantes y sectores dominados.

A mi entender, uno de los principales éxitos del pujolismo ha sido convertir el catalán en la lengua de estatus en Cataluña, lo cual tiene una dimensión altamente positiva: es garantía de supervivencia de un idioma que, por mucho que digan algunos, está todavía en situación muy precaria (evidentemente, mucho más que el castellano, ya que basta darse un paseo por cualquier lugar de Cataluña, empezando por el quiosco de la esquina, para ver que goza de excelente salud). Me parece incluso razonable que en una sociedad meritocrática el catalán sea uno de los peajes que tenga que pagar el que quiera ser alguien. Pero más allá de esto, todo forma parte de la imparable tendencia a lo tribal -que hoy en día pasa a menudo por lo gremial- de aquellos países que piensan más en restar que en sumar.

Que el nacionalismo que gobernó durante 20 años era un nacionalismo de la resta ya lo sabíamos. Aunque la astucia del presidente Pujol permitiera mantener puentes y pasarelas cada vez que se abría una brecha amenazante. Donde las pasarelas no siempre funcionaron fue, sin embargo, con los ciudadanos provenientes de la inmigración interior, porque en este terreno se mezclan las cuestiones ideológicas (nacionales) y las cuestiones de clase. De ahí cierta sensación de desajuste entre la Cataluña oficial y la Cataluña real: no en vano también la nación es consecuencia de las relaciones sociales de fuerza. Del Gobierno surgido de la alternancia -y llegado al poder jurando no ser nacionalista, sino catalanista o independentista- se podía esperar que abriría el país a la lógica de la suma. De momento, se siguen reiterando los tics de la tradición del restar que mueve a la obsesión identitaria. ¿Tan precarias son algunas identidades que es imposible vivirlas sin hacer de ellas bandera, es decir, factor de división?

El hombre es un animal de compañía; siente la necesidad de estar con otros (sociabilidad), aunque a veces el otro sea un problema, un obstáculo, un impedimento al reconocimiento (insociabilidad). Pero precisamente para crecer el hombre tuvo que dejar la comodidad del entorno inmediato para ir a buscar mayores posibilidades en el encuentro con otros. La escala cambia, pero los problemas y las angustias permanecen. No hagamos del miedo al otro, de la comodidad de tener la compañía de la gente conocida, un sistema de demarcación insuperable. Es tiempo de conjunciones copulativas. El nacionalismo que invita a la resta, a la distinción, permanente es un freno, y una trampa. Tarde o temprano el Gobierno catalán tendrá que responder a una pregunta: ¿En qué y cómo ha ampliado el horizonte que les había legado el nacionalismo de la resta?

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