El voto católico
DURANTE LA REPÚBLICA, los católicos lo tenían muy claro: había que votar al partido que se presentaba a las elecciones bajo el lema de religión, patria, orden, familia y propiedad, los cinco jinetes del apocalipsis anunciado por la CEDA. José María Gil Robles, su líder, pedía el voto bajo una gran pancarta que decía: "Por Dios y por España". Luego, después de la guerra, ya no hubo elecciones, pero cada vez que los españoles eran convocados a referéndum para ratificar con su voto alguna ley fundamental, los obispos publicaban decenas de pastorales exhortando a los católicos a depositar su papeleta porque tal era la voluntad de Dios y porque de ella dependía "el bien supremo de la patria, de nuestra España... que recobró la unidad nacional en las almenas de Granada, bajo guión del cardenal Mendoza", como escribía el catalán Pla i Deniel. "Por Dios y por España, todos a votar", exclamaba el gallego Eijo Garay.
Todo eso pasó, como aquel que dice, ayer, o sea, que su recuerdo está todavía caliente. Entre aquel ayer y hoy han pasado muchas cosas, pero no tantas como para que no se haya mantenido una alta correlación entre la variable religiosa y la autoubicación ideológica de los españoles en la línea izquierda-derecha. Nadie lo diría, pero todos los análisis sociológicos han mostrado la relevancia del factor religioso en las actitudes políticas: más y mejor católico se declara uno, más a la derecha se situará por término medio; más ateo o laico, más a la izquierda. En términos estadísticos, la cantidad de ateos de derecha o de muy buenos católicos de izquierda es poco relevante.
A pesar de esa secular correlación, la gran novedad de la transición consistió en el fraccionamiento y la dispersión de lo que se conocía como voto católico en varias opciones políticas. En 1982, cuando los socialistas barrieron en las elecciones de octubre, muchos católicos les votaron, no porque todos ellos se situaran en la izquierda sino porque las ofertas que les llegaban de la derecha o del centro-derecha eran poco o nada atractivas y porque consideraban que el PSOE no se ubicaba tan a la izquierda como los propios socialistas presumían. Mérito de Felipe González fue que, por vez primera en elecciones generales, el voto católico, años antes tan compacto, tan identificado con un partido de derechas, confesional, pasara a ser el voto de los católicos, diversificado y plural, de derecha como de izquierdas.
Así ha seguido hasta el presente, a pesar de los duros debates en torno a la legalización en España del divorcio y del aborto, a la generosa subvención que los colegios regentados por órdenes religiosas reciben del Estado y a la catequesis católica en las escuelas públicas. Excepto las inevitables escaramuzas, nada ha quebrado hasta ahora la paz religiosa inaugurada por los socialistas en 1982. Más aún, por fin secularizados, nadie podía suponer que la cuestión religiosa saltara de nuevo a la calle, preludio de otras luchas que se habían dado por finiquitadas con la consolidación de la democracia.
Pero he aquí que un grupo -o una partida, dicho sea con todos los respetos y sin ánimo de connotación militar- de obispos decide fletar autobuses y echarse a la calle. Siempre les ha gustado el olor del asfalto, para qué vamos a engañarnos. Concentraciones, procesiones, misas de campaña, semanas santas, tambores y trompetas: a los obispos les va, aunque sólo sea por unas horas, por unos días, dominar los espacios abiertos. El barroco funeral por el Papa recién fallecido, con el muerto a la vista del mundo y de sus poderes mientras un viento llegado del cielo pasaba las hojas del sagrado libro de la vida, ha insuflado nuevas energías a una práctica que se habría dicho en declive: hay que volver a la calle, ante las televisiones. Así se muestra la fuerza de la Iglesia, capaz de movilizar multitudes.
Hasta aquí, ya habría motivo para prestar algo de atención a un fenómeno político en el que España vuelve a ser pionera: obispos que se echan a la calle. Pero la cosa se agrava cuando una manifestación retóricamente convocada en defensa de la familia, organizada de hecho desde un sector de la Conferencia Episcopal, recibe la entusiasta adhesión de un partido político que pretende conquistar de nuevo el poder a empujones. ¿Un partido, entonces, católico? No, eso no lo verán nuestros ojos. Pero lo que sí están a punto de ver es cómo aquel voto de los católicos, disperso desde la transición en varias direcciones, vuelve a concentrarse en un voto católico dirigido por los obispos en una sola dirección.
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