Los amores del caballero
Poco a poco la grandeza operística de Händel va apareciendo ante nuestros ojos. Los discos, con los esfuerzos de Nicholas McGeegan, Marc Minkowski, René Jacobs o Alan Curtis -tan distintos entre sí- juegan aquí un papel decisivo pero que, en el fondo, no dejará de ser limitado mientras los teatros no recuperen lo que es un legado de enorme importancia, quizá no tanto en el desarrollo del arte lírico sino en el crecimiento de la obra propia, lo que dicho de Händel es mucho decir.
Y es que con el germano-inglés nos encontramos ante uno de los grandes compositores de la historia. Aunque su trabajo para la escena no salga del esquema de la ópera seria -recitativos, arias, coros y concertantes-, fue capaz de conseguir que esa estructura respondiera a la evolución del drama por encima de las convenciones asumidas. Y eso hace que su variedad resulte sorprendente, que su obra sea una suma de sensaciones siempre distintas.
Amadigi fue la cuarta ópera que Händel compuso para Londres -la ciudad en la que habría de vivir desde 1710 hasta su muerte en 1759-. Vendría tras Rinaldo, Il pastor fido y Teseo. Se estrenó en el Haymarket Theater el 25 de mayo de 1715 con el título de Amadis of Gaul. Alcanzó la aceptable cifra de seis representaciones y luego se repondría con once más hasta 1717. Es la época de consolidación del nuevo habitante de las orillas del Támesis, de la búsqueda de apoyos por parte de una corte que también vivirá las querellas teatrales y que años después tendrá que decidir si está a favor o en contra de Händel.
Charles Burney, que conocía muy bien su obra, escribía setenta y cinco años después que era su favorita entre las óperas del autor de El Mesías. Su asunto no procede del Amadís de Gaula sino del Amadís de Grecia que Houdar de La Motte convirtió en un libreto puesto en música por André Cardinal Destouches en 1699, y que procede de la obra homónima de Feliciano de Silva, secuela del que fuera famosísimo original. El texto de Nicola Francesco Haym -empresario y libretista con el que Händel trabajaba muy a gusto- es eficaz si no especialmente inspirado y resuelve con aseo unas situaciones a las que la música sirve con genio. Se trata de un asunto amoroso no exento de tópicos: dos hombres -Amadigi y Dárdano, príncipe de Tracia- enamorados de la misma mujer, Oriana, y a los que, para poder conseguirla, la maga Melissa -enamorada a su vez de Amadigi- someterá a una prueba que sólo éste conseguirá superar con la rabia consiguiente de los desparejados que tratarán de matar a los amantes con resultados bien contrarios a los apetecidos -Dárdano muerto por la mano de Amadigi, Melissa por la propia-. Aparecerán demonios y furias pero también descenderá del cielo el mago Orgando en su carro para traer a los héroes la bendición del Dios del Amor. Triunfa, pues, la bondad, vencedora de pruebas, monstruos y hechizos. Pero en esa linealidad de buena pasta dramática hay un par de cuestiones interesantes. Una es la llamada de Melissa al finado Dárdano, que regresará del Hades para que a la bruja le salga el tiro por la culata al anunciarle que los dioses están contra ella. La otra es el suicidio de Melissa, en el que Haym y Händel revelan el dolor de quien, siendo perverso, guardaba un resquicio de amor en su alma: "Si hay que morir, muramos. Adiós, Amadigi. Expira tu enemiga, o mejor, tu amante".
Caballería, amor, muerte y magia. No son malos ingredientes para un mundo que los pide en forma de novela o de enésima entrega cinematográfica. La ópera, ya se sabe, es otra cosa, aunque sea tan mentira como lo otro. Su artífice, en este caso, fue -hay que repetirlo- uno de los mayores compositores de cualquier tiempo. Desde su casa de Brook Street, hoy convertida en un museo que lo único que tiene de real es el espíritu de su habitante, Georg Friedrich Händel abría y cerraba, en una sola vida, un episodio único en la historia de la ópera.
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