Tiempo y enfermedad
El tiempo es corto y lento", comenta la protagonista de Wit -Premio Pulitzer de 1999-, una profesora de literatura afectada por un cáncer ovárico avanzado, paciente de un moderno hospital norteamericano, cuando empieza a darse cuenta de que sólo con inteligencia e ironía ya no controla la situación. Corto, porque la vida se acaba; lento, porque tarda en pasar.
En 1890, William James, uno de los padres de la psicología moderna, ya nos recordaba que existen dos tipos de tiempo: el tiempo objetivo, el que marcan los relojes y los calendarios, cuya duración es para todos igual; y el tiempo subjetivo, la duración del cual varía en cada momento y para cada persona en función de su biografía, los acontecimientos que tienen lugar en su medio externo e interno, y sus percepciones y expectativas. El primero, permite a la sociedad organizarse; sin relojes, sin horarios planificados, nuestra sociedad actual sería impensable; los aviones, los trenes, los autobuses, las fábricas, los hospitales, las escuelas, los periódicos, no podrían funcionar.
En el hospital coexisten dos colectivos que viven el paso del tiempo de forma muy distinta: los enfermos y sus familias, y los profesionales
Las esperas inciertas producen en el enfermo un sufrimiento más prolongado que aquellas que sabe cuándo tendrán fin
Pero el tiempo que a cada ser humano le importa de verdad, no es el tiempo cronométrico sino el tiempo subjetivo; de nuestro pasado recordamos vívidamente un día, unas horas, unos minutos, que, para bien o para mal, han sido importantes para nosotros y, por el contrario, años enteros de nuestra vida caen fácilmente en el olvido; parece que no hayan existido.
Cuando somos felices -cuando estamos con nuestra pareja, nuestros amigos, cuando llevamos a cabo una actividad que nos resulta placentera- o nos encontramos absortos en una tarea -escuchar música, coleccionar sellos, redactar un informe, reparar un coche, cuidar un jardín, explorar un paciente, leer un libro, pintar un cuadro, practicar deporte, o contemplar una puesta de sol -el tiempo se hace tenue, corto, se difumina, desaparece; en cambio, cuando nos sentimos angustiados, cuando dudamos de si la persona de la que nos hemos enamorado acudirá a una primera cita, cuando esperamos el resultado de un examen u oposición, el de una biopsia que puede confirmar un posible cáncer, o cuando repasamos la lista de supervivientes de un pesquero hundido, un accidente de aviación, o un atentado terrorista -no se pierdan, por favor, la excelente película Omagh- entre los cuales puede encontrarse un ser querido, el tiempo parece eterno.
En una tesis leída recientemente en la Universidad de Valencia sobre la atención prestada por los profesionales sanitarios en una unidad de cuidados intensivos pediátricos, me llamó la atención que uno de los momentos de mayor tensión para los padres se producía cuando existían retrasos, aunque fueran de pocos minutos, en la información que éstos recibían regularmente de los médicos, a la una y a las ocho de la tarde, sobre el estado de sus hijos ingresados y la posible evolución de su dolencia.
De forma similar, en una interesante investigación del equipo de Albert Jovell con enfermos oncológicos de la que en su día se hizo eco EL PAÍS (16-8-2003), se pone en evidencia que una valoración negativa de la asistencia sanitaria proporcionada o recibida "viene condicionada sobre todo por las demoras en el diagnóstico, los elevados tiempos de espera y, por tanto, de incertidumbre, así como por el enlentecimiento en el proceso de derivación". Para algunos pacientes, señala el estudio "la gestión de los tiempos de espera es más importante que la información que reciben". "Mientras esperas tienes la sensación de ser un número", señala un enfermo. "Es como vivir en suspense", comenta otro.
En una investigación multicéntrica que realizamos, a mediados de los noventa, en 15 hospitales, 13 españoles y dos latinoamericanos, con más de 300 enfermos de cáncer y sida al final de la vida, encontramos que existía una estrecha relación entre la percepción del paso del tiempo por los pacientes y el malestar que experimentaban. A pesar de que todos los enfermos tenían un pronóstico de vida muy reducido, el tiempo parecía de mayor duración para los que, en las horas precedentes a la entrevista, afirmaban encontrarse regular, mal o muy mal, y más corto para los que decían encontrarse bien o muy bien.
Así, pudimos comprobar que la vivencia del tiempo suele alargarse para el enfermo cuando se da una de estas tres condiciones: a) la situación le produce malestar debido a la presencia de estímulos desagradables, tanto externos (ruido, iluminación, olor, personas, palabras con significado amenazador, etcétera) como internos (dolor, disnea, pensamientos de culpa, expectativa de futuros daños); b) está angustiado o sufre una depresión; y c) se encuentra a la espera de un acontecimiento que es importante para él, sobre todo si existe incertidumbre sobre cuándo y cómo sucederá.
En este breve apunte, queremos llamar la atención del lector sobre esta última posibilidad. En el vestíbulo de todo hospital suele encontrarse un reloj que marca el paso de tiempo, de forma regular y, aparentemente, igual para todas las personas que se encuentran en el edificio. Sin embargo, desde el punto de vista subjetivo, coexisten bajo su techo dos tipos de personas que experimentan el paso del tiempo de forma muy distinta: por una parte, están los enfermos y sus familiares; por otra, los profesionales sanitarios.
Los primeros se encuentran permanentemente en situación de espera: la visita del médico, el resultado de una analítica, el cese del dolor, el alta, y, a veces, como nos contaba una paciente que, tras una imprevista hemorragia posparto, tuvo que pasar, aislada y desinformada, seis horas en un cubículo pendiente de un quirófano disponible, una incertidumbre interminable mucho peor que el malestar somático que experimentaba en aquellos momentos. En resumen, en un hospital, el tiempo que perciben los enfermos y sus familiares es, por una parte de sufrimiento y, por otra, de mayor duración que el que miden las manecillas del reloj.
En cuanto a los profesionales sanitarios, los mismos se encuentran, normalmente, absorbidos por múltiples tareas profesionales: elaborar diagnósticos, diseñar y administrar los mejores tratamientos posibles, seguir cuidadosamente los protocolos, atender a los familiares, acompañar a los enfermos, redactar informes, etcétera. En esta situación, constantemente centrados en sus tareas profesionales, el tiempo transcurre sin apenas sentirlo.
¿Sería mucho pedirles que, al empezar su jornada de trabajo, tomaran conciencia de que, al contrario de lo que les ocurre a ellos, el tiempo de los enfermos y de sus familiares tiene siempre una dimensión alargada de sufrimiento?
Laín, en unas lúcidas páginas sobre las vivencias de enfermedad, escribe que un hombre enfermo es un hombre amenazado por el dolor, la soledad, la invalidez y la muerte. Es importante que no ampliemos innecesariamente el sufrimiento de los enfermos con una mala gestión, a veces organizativa pero también personal e informativa, de los inevitables tiempos de espera.
Hay que ser conscientes de que las esperas inciertas producen en el enfermo un sufrimiento más prolongado que aquellas que sabe cuándo tendrán fin. No es lo mismo decir "ya le avisaremos", que decir "el resultado no estará antes del viernes"; o ante la visita esperada del médico, no es igual callar que avisar con antelación que "el doctor no podrá pasar esta mañana porque ha tenido que acudir a una urgencia; no se ha olvidado de usted, pasará esta tarde después de las cinco". Tal vez si los profesionales sanitarios conocieran mejor las repercusiones de este fenómeno temporal en el enfermo harían un mayor esfuerzo para tratar de reducir, en lo posible, la incertidumbre -y, por tanto, el sufrimiento- de la espera.
Nunca deberíamos olvidar, nos señala Eric Cassell con singular acierto, que "los que sufren no son los cuerpos; son las personas".
Ramón Bayés es profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona (ramon.bayes@uab.es).
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