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Columna
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El mando de ETA

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, se ha dotado de una resolución aprobada en el Pleno del Congreso de los Diputados para el caso de que la banda etarra decidiera terminar con la violencia terrorista y procediera a desarmarse. Entonces se imagina la posibilidad de abrir un diálogo donde quedara excluida cualquier transacción política y que por tanto sólo podría versar sobre las situaciones personales de los ex terroristas. Un diálogo, para entendernos, de la misma naturaleza que el sostenido con los dirigentes de ETA político-militar durante el Gobierno ucedista de Leopoldo Calvo-Sotelo bajo el impulso de Juan José Rosón en el Ministerio del Interior.

Pero el diálogo necesita dos interlocutores. De una parte de la mesa quedaría el Gobierno, porque los etarras dejaron hace muchos años de reclamar un entendimiento por separado con el Ejército, una vez que comprobaron el sometimiento de las Fuerzas Armadas a la superior autoridad constitucional. Pasaron ya los tiempos de las alusiones a los poderes fácticos y es de general conocimiento que los uniformados cumplen aquellos versos según los cuales su principal hazaña es obedecer. También saben de sobra los etarras que la cuestión a dialogar rebasa el ámbito competencial del lehendakari, así como el de las restantes instituciones autonómicas. Y todo esto lo sabían ya cuando Rosón hablaba con los polimilis a través de Bandrés y de Onaindía y cuando Vera lo intentaba en Argel en 1989 y cuando en 1999 Zarzalejos, Martí Fluxá y Arriola eran enviados por José María Aznar a Vevey (Suiza) en compañía del obispo Uriarte.

Nos falta saber, entonces, quiénes y en base a qué condiciones personales podrían estar ahora cualificados como interlocutores de la banda. Hubo un tiempo de la edad de hierro en que la plena ciudadanía sólo se adquiría por la cualificación para el uso de las armas y pareciera que en ETA las cosas hubieran seguido siendo así. La banda tenía su particular aproximación para resolver la duda metódica de Descartes. Para sus militantes, alejada la funesta manía de pensar, todo se reducía al mato, luego existo. La sangre derramada era la que mejor permitía a cada uno insertarse en el circuito del máximo prestigio y ganar posiciones de ventaja, hasta hacerse acreedor al respeto indiscutido dentro de la organización y nimbarse de la aureola del héroe.

Matar había venido siendo condición necesaria pero no suficiente para encaramarse al mando etarra. Porque llegar a la cúpula requería algo más que destreza en el uso de las armas cortas y soltura en el manejo de los explosivos. Hacían falta otras aptitudes para el liderazgo y para hacerse obedecer por gentes a las se había de imbuir unas convicciones a favor de la causa terrorista, bajo las cuales pudieran superar los efectos paralizadores que suelen derivarse de la consideración racional de los riesgos asumidos. Porque aceptemos que, para perpetrar un asesinato, quienes trabajan a sueldo son mucho más inseguros que los miembros de organizaciones mafiosas de estricta disciplina o los fanatizados observantes hasta temperaturas de incandescencia.

Reconozcamos que la banda etarra tiene mucha antigüedad y que el tiempo ha sedimentado en su interior una serie de doctrinas, de costumbres, de reflejos, de operativas, de sistemas y procedimientos en distintas áreas como la del reclutamiento, la instrucción, el aprovisionamiento de armas y explosivos, la logística, la seguridad, la financiación, la asistencia jurídica, la atención a los presos o las pensiones atribuidas a quienes forman parte de sus clases pasivas. De ahí el carácter casi automático que se observaba tanto para la sucesión en el mando como para el control de los fondos. Por eso, la captura de una determinada cúpula daba paso inmediato a su reconstitución con otros elementos y se mantenía de manera admirable la regularidad de los pagos mensuales tanto a los activistas como a toda la red de apoyo que les ampara.

El caso es que las circunstancias ahora son distintas y que en estos momentos las antiguas inercias según las cuales la habilitación para el diálogo se lograba mediante nuevos atentados quedan fuera de lugar. Quien quiera ser reconocido como interlocutor de ETA ante el Gobierno actual habrá de demostrar que manda dando la orden de parar y aportar las pruebas de que está siendo obedecido. Sólo así podría convertirse en ese héroe de la retirada descrito por Hans Magnus Enzensberger.

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