Cuanto peor, pésimo
Después de cuatro elecciones ganadas de forma consecutiva por mayoría absoluta de escaños -1989 (38), 1993 (43), 1997 (42) y 2001 (41)- y de dieciséis años de mandato ininterrumpido, parece probable que Fraga no continúe como presidente de la Xunta. Si los 37 escaños atribuidos anoche al PP tras un recuento de infarto se confirmaran -una vez computados las papeletas del Censo de Residentes Ausentes- dentro de una semana, el Gobierno de la Comunidad correspondería a los 38 escaños de la coalición postelectoral formada por el PSdeG-PSOE y el BNG. Los populares habían venido gobernando como una finca -con las siglas de AP o de PP- esa Comunidad Autónoma desde 1981, salvo la breve interrupción producida en 1987 por una oscura moción de censura que entregó la Xunta -sin pasar por las urnas- a un oportunista conglomerado de socialistas, tránsfugas de Alianza Popular y galleguistas.
La máquina de poder construida por Fraga con ayuda de las redes caciquiles, el monopolio de la televisión autonómica y la pródiga distribución clientelar de un elevado presupuesto (9.000 millones euros para 2005) ha sido hasta ahora una apisonadora al servicio de la perpetuación del PP. La explosiva combinación de carácter autoritario, populismo demagógico, paternalismo conservador, galleguismo folklórico y técnicas electorales fraudulentas permitió al ex ministro de Propaganda de Franco (muñidor del tramposo referéndum de 1966) enrocarse en el poder. Pero si el voto de la emigración no alterase la pérdida de la mayoría absoluta por el PP registrada anoche, el otoño del patriarca dejaría paso al invierno de su reinado.
Las razones que llevaron a Fraga a pretender con 82 años de edad su quinto mandato no son claras. Abstracción hecha del insaciable apetito de poder del presidente-fundador del PP, los temores a que la designación de otro candidato desatase una pelea interna entre las llamadas facciones del birrete y de la boina (los hombres de confianza de la dirección nacional del PP frente a los caudillos rurales) desempeñó seguramente un decisivo papel en esa decisión. El pronunciamiento cívico del presidente de la Diputación de Ourense, José Luis Baltar, contra el centralismo autoritario de Rajoy el pasado octubre constituyó un serio aviso del cisma que le espera al PP gallego tras la retirada de Fraga.
Los resultados electorales de ayer no tienen sólo un alcance autonómico: la hiperactiva presencia del presidente del PP durante la campaña implicaría para Rajoy -de confirmarse la próxima semana los 37 escaños de Fraga- su cuarta derrota después de las legislativas, las europeas y las vascas. La estrategia de confrontación desestabilizadora -cuanto peor (para el clima político) mejor (para el PP)- adoptada por el principal partido de la oposición desde el 14-M ha sido puesta a prueba en las urnas gallegas con las manifestaciones organizadas o patrocinadas por los populares en coincidencia con los tres sábados del período electoral: contra un final dialogado de la violencia si ETA deja las armas, contra la devolución a la Generalitat de los documentos confiscados como botín de guerra en 1939 y contra la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo. A la larga, sin embargo, su resultado podría ser pésimo no sólo para la convivencia democrática sino también para los predicadores apocalípticos de la crispación y el odio.
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