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ELECCIONES GALLEGAS | El candidato del PP

Una vida en el poder

Fraga, que borró en Galicia su estigma de perdedor, se juega su quinto mandato

Xosé Hermida

Cuando caen chuzos de punta, rugen los cielos y se retuercen los árboles, Manuel Fraga se siente en su medio. Los días que encogen el ánimo de todos -incluidos muchos gallegos- encienden el espíritu del presidente de la Xunta. Cuentan sus biógrafos que el 23 de noviembre de 1922, cuando Fraga irrumpió en este mundo, fue un día así. También lo fueron las jornadas previas a las elecciones de 1989, las que le dieron el primer triunfo en Galicia, convocadas "una semana antes de Navidad para que la gente no votara por el mal tiempo", como aún denunciaba estos días el presidente-fundador del PP.

En sus mítines de las dos últimas semanas, Fraga se ha referido a menudo, con un punto de tristeza, a la sequía de este año, la peor, asegura, que ha visto en su vida. El presidente de la Xunta hubiese querido que las elecciones fueran en otoño, como siempre había dispuesto hasta ahora. Pero sus colaboradores lo convencieron de que las adelantase al final de la primavera. Y la campaña ha transcurrido entre sudores y golpes de abanico, mientras Fraga avisaba a los suyos: "¡Y si el día de las elecciones hace calor, que se joda la playa!".

Con el 'Prestige', Fraga ofreció por primera vez la imagen de hombre vencido
Su ambición nunca pudo ser colmada hasta que retornó a Galicia, hace 16 años
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Cuanto peor, pésimo

Ante sus paisanos de Vilalba (Lugo), Fraga relató días atrás que su vocación política floreció a los 13 años, cautivado por el ejemplo de su padre, alcalde del pueblo al que la gente "le iba a consultar hasta el matrimonio de sus hijas". Así comenzó una carrera obsesiva, un despliegue portentoso de una voluntad de poder que ni siquiera los estragos de la edad han podido aplacar. Fraga se forjó a sí mismo como un hombre de acero capaz de dirigir a todo un pueblo. Pero su ambición nunca pudo ser colmada hasta que retornó a Galicia, hace 16 años.

En su tierra, Fraga se sacudió el estigma de perdedor que se le había adherido con los años. Su meteórica carrera en el franquismo había sido cercenada por los tecnócratas del Opus Dei. No logró que le encomendaran, como él soñaba, el pilotaje de la transición. Y cuando se quedó sólo al frente de la derecha española, el lastre de su pasado le invalidó como alternativa electoral. Hasta que, a los 67 años, le surgió la oportunidad gallega.

Fraga encontró en su pequeña corte de Santiago de Compostela el modo de seguir alimentando la pasión que ha dominado su vida hasta alejarle del resto de los mortales, incluida su familia. Se puso al frente de un pueblo que se le rindió incondicionalmente y de un partido que lo siguió con la confianza ciega que inspiran los caudillos victoriosos. Acabó de edificar una Administración que él había recibido aún en obras y de modernizar la red de infraestructuras de una comunidad anclada en un atraso de siglos.

Su figura se hizo omnipresente. Los gallegos podían verle protagonizando hasta media docena de noticias en los informativos de la televisión autonómica y opinando de lo que hiciese falta, siempre con gran alarde de erudición: las guerras remotas, el futuro del planeta, el arte en la Edad Media, las nuevas costumbres sexuales o la moción de censura en el último pueblo de la montaña de Ourense. Y no hubo lugar de Galicia que alguna vez no viese pasar una caravana de coches desbocados, silbando en cada curva para llegar a tiempo a un congreso científico, a la recepción con un embajador extranjero o la inauguración de una depuradora de aguas.

Derrotó por aplastamiento a todos sus rivales hasta sentirse invencible. Y, mientras disfrutaba de las glorias del presente, no quiso, no pudo o le tuvo miedo a preparar lo que vendría después de él. Durante años, Fraga mantuvo hibernada la cuestión sucesoria, sobre la que sembró toda clase de pistas falsas, tejió equilibrios delicadísimos y trató de repartir equitativamente premios y castigos. Primero dijo que sólo estaría ocho años, "siguiendo el ejemplo de George Washington". Pero una vez tras otra fue encontrando excusas para aplazar indefinidamente su retirada.

Por debajo de la aparente unanimidad del PP gallego, la caldera empezaba a hervir en una soterrada guerra de posiciones entre los que aspiraban a heredar el trono del gran patrón. Hasta que se alinearon dos bandos y como tales se presentaron en público: los de la boina, el sector rural, populista y regionalista, los grandes recaudadores de votos en las comarcas del interior; y los del birrete, los profesionales urbanos perfectamente identificados con la línea del PP nacional. La única argamasa que los unía era Fraga.

Y por fin hubo un día en que las lluvias furiosas y los vientos huracanados se volvieron en su contra. Fue un día 13, el de noviembre de 2002, cuando un temporal como el que había saludado la llegada de Fraga a este mundo agrietó frente a la costa gallega el casco de un petrolero al que llamaban Prestige. Aquel barco emponzoñó Galicia de fuel y de bajas pasiones hasta convertirse en una bomba política. Se vinieron abajo las esclusas que contenían la sorda batalla en la corte de Fraga, que, por primera vez, ofreció la imagen de hombre derrumbado, incapaz de poner orden en las guerrillas internas y temeroso incluso de salir a la calle para enfrentar la indignación popular.

Tras la derrota del PP el 14-M, convenció a Mariano Rajoy de que él seguía siendo la única salvación posible y una mañana calurosa del pasado agosto anunció que haría un "último sacrificio por Galicia" para salvar "la unidad interna del partido".

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Sobre la firma

Xosé Hermida
Es corresponsal parlamentario de EL PAÍS. Anteriormente ejerció como redactor jefe de España y delegado en Brasil y Galicia. Ha pasado también por las secciones de Deportes, Reportajes y El País Semanal. Sus primeros trabajos fueron en el diario El Correo Gallego y en la emisora Radio Galega.

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