Europa invertebrada
El rechazo franco-holandés al Tratado Constitucional Europeo (TCE) está provocando como reacción una avalancha de análisis políticos cuyo común denominador es el lamento por lo que cabe llamar la invertebración de Europa. Con este concepto me refiero por supuesto al libro que Ortega publicó en 1922 sobre la fallida integración nacional española. Y es que, si nos fijamos bien, el diagnóstico orteguiano sobre los males de España coincide casi exactamente, con otro vocabulario, con el que ahora mismo se está haciendo sobre los males de Europa, tal como expondré a continuación. Lo cual no resulta extraño si pensamos que, tras la I Guerra Mundial, Ortega dejó de suscribir aquel viejo argumento de Costa sobre que España era el problema y Europa la solución, como había mantenido hasta entonces. Pues al iniciarse la crisis europea de entreguerras, Ortega advirtió que Europa había dejado de ser la solución para convertirse en el problema.
El análisis de Ortega sobre el mal español se inscribía dentro de lo que hoy se llama construcción del Estado, nation building o proceso de nacionalización. A diferencia de los demás países europeos que completaron con éxito su integración nacional, en España las élites dirigentes no supieron desarrollarla de modo coherente, fracasando en su intento de inducir desde arriba la conciencia de pertenencia común a una misma identidad nacional. Y el resultado de esta malformación histórica fue doble. Ante todo, al estar privados de semejante cemento cohesivo, los elementos constitutivos de la realidad española quedaron enfrentados por un particularismo disgregador que les hacía anteponer sus intereses sectarios a costa del interés general. Y este particularismo afectaba tanto a las unidades territoriales (caciquismo localista, regionalismo secesionista) como a la sociedad civil (clases sociales, corporaciones profesionales, redes clientelares) y a las instituciones públicas (corona, ejército, burocracia, clase política), pues cada uno de estos actores sólo pugnaba por imponerse a los demás en un sálvese quien pueda que hundía a todos en un naufragio general. Es lo que hoy llamamos el declive del capital social, que pasa a ser sustituido por el cinismo político y la desconfianza generalizada. Pero también se producía otro efecto perverso que a Ortega aún le parecía peor, como era el déficit de autoridad pública. Él lo expresaba en términos que hoy suenan elitistas, al hablar de la incapacidad de las minorías rectoras para hacerse respetar por las masas. Pero hoy nos referimos a lo mismo cuando hablamos del divorcio entre las élites y los ciudadanos, dada la desconfianza hacia la clase política, el desprestigio de las instituciones y el descrédito de las autoridades públicas.
Pues bien, tal como ya advertía Ortega en 1922, este mismo diagnóstico es aplicable no sólo a escala española, sino también a escala europea, pues para él todo el continente se precipitaba hacia el particularismo nihilista y la destrucción de la confianza en la autoridad de las instituciones. De ahí que, tras la II Guerra Mundial, Ortega diese en la Universidad Libre de Berlín su célebre conferencia De Europa meditatio quaedam (1949), donde ya reclamaba premonitoriamente la necesidad de integrar a todos los europeos. Es el mismo proyecto de construcción europea que ahora, cuando ya parecía consolidado y se disponía a atravesar su ecuador del TCE, de pronto amenaza con naufragar, anegado por las vías de agua que los referendos recusatorios han abierto bajo su línea de flotación. Y para comprender lo que está pasando, las explicaciones que se proponen vienen a coincidir con las dos grandes causas de invertebración diagnosticadas por Ortega. Ante todo, el particularismo nacionalista, pues el triunfo del no al TCE se atribuye en mucha mayor medida a razones internas de cada país que a un explícito rechazo de la integración europea. Y después, la rebelión contra las élites, pues los ciudadanos europeos cada vez se sienten menos representados por sus respectivas clases políticas, encerradas en sí mismas. Tan oligárquico y caciquil (por decirlo a la manera de Joaquín Costa) es el proceso de construcción europea que en el TCE ni siquiera se había previsto la posibilidad de que los ciudadanos rehusaran prestar su consentimiento civil: de ahí que, al sentirse excluidos, la mayoría esté reaccionando negándose a consentirlo, dada la falta de credibilidad de esta pseudo Constitución otorgada desde arriba.
Y es que Europa está invertebrada tanto por el particularismo de su sociedad civil como por su falta de liderazgo creíble. Esta vertebración se abordó primero durante el siglo XIX a escala estatal mediante un proceso de nacionalización que implicaba cohesionar en un todo integrado a poblaciones étnicamente diversas, culturalmente heterogéneas y económicamente conflictivas. Y en la segunda mitad del siglo XX se ha pretendido integrar a las sociedades europeas a escala continental mediante un análogo proceso de europeización. Pero para ello hacía falta ofrecer a todos los ciudadanos llamados a integrarse "un proyecto sugestivo de vida en común", tal como señalaba Ortega haciéndose eco del concepto subjetivo-voluntarista de la nación entendida al modo de Renan como un "plebiscito cotidiano": ese plebiscito que franceses y holandeses acaban de rechazar explícitamente, dado que no han creído en absoluto sugestivo un proyecto de vida en común marcado por la exclusión ciudadana y el déficit democrático.
A diferencia de las sociedades anglosajonas, cuya integración política surgió desde abajo por impulso de la sociedad civil (revolución burguesa en Inglaterra, revolución liberal en EE UU), en la Europa continental ese proceso de nacionalización o integración política (nation building) sólo surgió como una revolución desde arriba (Barrington Moore) dirigida por la alta burocracia del Estado, según el ejemplo del republicanismo francés y de la unificación alemana, lo que incluyó la invención del nacionalismo como religión política de culto patriótico a cada Estado nacional. Así que tras semejantes precedentes, y como consecuencia de la inercia histórica, todos los posteriores procesos de modernización se han producido en la Europa continental a iniciativa gubernamental y bajo el control de las burocracias públicas, persistiendo intacta entre todas las sociedades europeas una fuerte dependencia de la protección estatal. Y así ha sucedido también con el proceso de construcción europea, que no se ha desarrollado por iniciativa de las sociedades civiles sino como subproducto de recurrentes negociaciones consociativas entre las diversas élites estatales.
En suma, la Unión Europea ha fracasado a la hora de europeizar a sus ciudadanos inte-grándoles en una misma comunidad cívica. No ha podido hacerlo desde abajo al modo anglosajón porque las diversas poblaciones europeas son muy particularistas, encerradas como están en sus respectivas sociedades civiles estancas entre sí, cada una de ellas dotada de su propio idioma y su propia opinión pública. Y no ha logrado hacerlo desde arriba porque sólo lo ha intentado de forma excluyente y tecnocrática, renunciando a incentivar la participación de los ciudadanos en la construcción europea. Es verdad que, dado el actual laicismo secularizador, ya no se puede imponer desde arriba un nacionalismo europeo inventado. Pero sí se podría intentar lo que ya logró Bismarck, que fue integrar al pueblo alemán mediante pensiones públicas y servicios sociales, pues así también se suscita la participación cívica y se crean relaciones de integración y pertenencia. Esto es lo que no ha hecho Bruselas, que siempre ha rechazado integrar a los europeos mediante una cohesiva política social. Y en ausencia de tal sentimiento de comunidad, los europeos no se sienten miembros integrantes de ninguna unidad superior, sino que permanecen aislados en sus respectivos particularismos nacionales. La consecuencia es una constelación multinacional por el estilo del antiguo Imperio Austro-Húngaro, incapaz de actuar como un sujeto político unificado. Y esto hace de Bruselas una burocrática parodia de aquella Kakania que habría de dar lugar al absurdo de Kafka y al psicoanálisis de Freud.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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