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Columna
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Es la razón la que está contra las cuerdas

Soledad Gallego-Díaz

La manifestación que se celebrará mañana en Madrid ha sido convocada por diversos grupos conservadores y por el Partido Popular "en defensa de la familia", pero, sin duda, se trata de una confusión, porque lo que los convocantes defienden es, simplemente, su idea de matrimonio. "Familia" es un grupo de personas emparentadas entre sí, que viven juntas. Nada tiene que ver el sexo de cada una. Obviamente, los manifestantes del sábado no pretenden defender la idea de la familia, que no está en peligro. Lo que quieren es que se reserve en exclusiva la denominación de matrimonio a la unión entre un hombre y una mujer. Es decir, se trata de defender el matrimonio tradicional, el rito que se ha venido manteniendo de generación en generación.

Por mucho que lo intenten disfrazar con lemas travestidos, lo que los convocantes del sábado quieren es que homosexualidad y heterosexualidad no sean consideradas equivalentes. No quieren que las dos inclinaciones eróticas, y su práctica entre adultos, merezcan el mismo trato, ni que se las considere "iguales en estimación, valor y capacidad". Por eso exigen que la unión entre homosexuales no se denomine igual que la unión entre heterosexuales. Tan simple como eso.

No sorprende que la jerarquía de la Iglesia católica comparta esa idea, porque es habitual que dedique más atención a cuestiones relacionadas con la sexualidad que a cualquier otra faceta de la condición humana. Más extraño resulta que el PP, que había mantenido hasta ahora una posición más tolerante respecto a cuestiones carnales, haya decidido alterar una imagen laica duramente ganada en los últimos 25 años y compartir la presidencia de una manifestación con el cardenal Rouco. (¿Qué hará Rajoy si algún día llega al Gobierno y la Conferencia Episcopal le exige que cambie la ley? ¿Anulará los matrimonios ya realizados?).

Es curioso también que la jerarquía católica esté dispuesta a combatir la nueva ley en la calle. O el tema del matrimonio tradicional es más importante para la Iglesia que cualquier otro, o se va a romper una tradición eclesial de décadas y a partir de ahora será posible solicitar a los cardenales que participen en manifestaciones contra, por ejemplo, la violencia doméstica o la pena de muerte. ¿Con qué argumentos se podrían negar?

Bromas aparte, la manifestación del sábado es importante porque responde a la larga preocupación de la jerarquía de la Iglesia por el imperio de la razón, lo que algunos de sus dirigentes llaman el fundamentalismo de las luces que impregna la sociedad occidental y que las religiones consideran, cada día más, su principal adversario, incluso su enemigo.

"El problema", escribe el profesor norteamericano de Ciencia Política Stephen Bronner en su carta a Benedicto XVI, publicada en la revista Logos (www.logosjournal.com), "no es el enfrentamiento entre civilizaciones (cristianismo frente a islam), sino entre partidarios de un Estado secular y partidarios de imponer las convicciones religiosas a los no creyentes". Lo que el Papa exige en la mayoría de sus textos es "recomponer" un equilibrio entre la razón y la fe religiosa. Lo que no acepta Benedicto XVI, como no aceptan los imanes o el presidente Bush, es la distinción entre fe y conocimiento. La jerarquía eclesiástica, sea católica o protestante, o los defensores del islamismo se niegan a que sus creencias sean consideradas asunto subjetivo. Lo que inquieta a Benedicto XVI, como a cualquier creyente chií o a los fundamentalistas de Cheney, es la idea de la separación entre razón y creencia.

"Fe, mito y dogma están en el corazón de la servidumbre y del autoritarismo", escribe Bronner. "Crítica, ciencia y tolerancia encarnan la pequeña esperanza que le queda a los sin esperanza. Hoy no es la religión, sino la razón la que está contra las cuerdas" (¿Tendremos que aceptar Guantánamo como campo de prisioneros? ¿Admitir que la tortura está justificada cuando son los occidentales quienes la aplican? ¿Abdicar de la razón?). "En un mundo de desinformación organizada, venganza entre comunidades e ignorancia santurrona, quizás sería útil para todos nosotros recordar las angustiadas palabras de Thomas Mann: "¡Como si alguna vez hubiera habido demasiada inteligencia!". solg@elpais.es

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