Mentiras convincentes
La historia de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco continúa persiguiendo nuestro presente. Durante las dos primeras décadas de la transición, desempolvar ese duro pasado fue tarea casi exclusiva de un variado grupo de historiadores que revelaron nuevas fuentes, discutieron sobre las diferentes formas de interpretarlo y abrieron el debate a la comparación con lo que había ocurrido en otras sociedades. Esas investigaciones, difundidas en círculos universitarios, en congresos científicos, libros y revistas especializadas, modificaron y enriquecieron sustancialmente el conocimiento de ese largo periodo de la historia contemporánea de España, pero sus tesis y conclusiones no llegaban a un público amplio y rara vez interesaban a los medios de comunicación.
Las versiones de los vencedores de la guerra quedaron desfasadas, desmontadas, entre otras razones, porque se sostenían muy mal, con sus principales apologetas ya muertos o en retirada. Si se exceptúa la historia militar, un terreno en el que los autores franquistas siempre se sintieron a gusto, casi todo lo que se sabía a mediados de los años noventa, sesenta años después del inicio de aquella contienda bélica, era fruto o bien del trabajo de hispanistas, sobre todo británicos y norteamericanos, los primeros en desafiar con métodos científicos los mitos de la Cruzada, o de una nueva generación de historiadores profesionales llegados a las universidades españolas al final de la dictadura y en los primeros años de la transición democrática. Aquí no hubo "guerra de historiadores", como en Alemania, porque las responsabilidades colectivas eran menores y menos internacionales, y la renovación historiográfica, con sus luces y sombras, conllevó el abandono casi unánime de las ideas que sustentaron el edificio propagandístico de la dictadura de Franco.
Todo eso empezó a cambiar desde la segunda mitad de los años noventa, cuando salieron a la luz hechos y datos novedosos y contundentes sobre las víctimas de la Guerra Civil y de la violencia franquista. Aparecieron, como consecuencia del descubrimiento de ese pasado oculto, dos nuevos fenómenos. Por un lado, una desconocida dimensión social del recuerdo, mal llamado casi siempre memoria histórica. Descendientes de esas decenas de miles de asesinados, sus nietos más que sus hijos, se preguntaron qué había pasado, por qué esa historia de muerte y humillación se había ocultado, quiénes habían sido los verdugos y, en aquellos casos donde las víctimas no habían sido identificadas o se habían dado por desaparecidas, querían además saber dónde estaban enterradas.
Pero el registro del desafuero cometido por los militares sublevados y por el franquismo hizo también reaccionar, por otro lado, a conocidos periodistas, propagandistas de la derecha y aficionados a la historia, que han retomado la vieja cantinela de la manipulación franquista: fue la izquierda la que con su violencia y odio provocó la Guerra Civil, y lo que hicieron la derecha y gente de bien, con el golpe militar de julio de 1936, fue responder al "terror frentepopulista". Todas las complejas y bien trabadas explicaciones de los historiadores profesionales quedan de esa forma reducidas a dos cuestiones: quién causó la guerra y quién mató más y con mayor alevosía. La propaganda sustituye de nuevo al análisis histórico. Es la sombra alargada del franquismo, otra forma de vengarse años después. No hay nada nuevo en esa propaganda neofranquista y de revisión, pero funciona, con sus habituales tópicos sobre octubre de 1934, el terror rojo, el anticlericalismo, Paracuellos, las Brigadas Internacionales, las checas y el dominio soviético.
Son varias y poderosas las armas que utiliza esa propaganda. Están, en primer lugar, los seudohistoriadores, los encargados de transmitir en un nuevo formato, con libros bien cocinados y preparados para la divulgación, las viejas tesis franquistas que ya sólo servían para uso de la ultraderecha y de los nostálgicos de la dictadura. Para crear un nuevo espacio para sus maniobras, necesitan declarar a los cuatro vientos que la historia que hemos hecho los historiadores profesionales en las dos últimas décadas es revanchista, falsa y está al servicio de intereses políticos de los partidos de izquierda. Son relatos basados en fuentes secundarias y desprecian datos y hechos que no se adaptan a sus tesis. Sus conclusiones, además, son presentadas como novedosas por el marketing agresivo de sus editores, de quienes les hacen la publicidad y de quienes les dedican las reseñas, donde suelen destacar su valentía para enfrentarse en solitario a la dictadura de los historiadores universitarios. Aparecen, por último, en el tercer nivel de esa estrategia propagandística, los periodistas y tertulianos de los medios de comunicación que jalean y aplauden sus libros y opiniones e insultan y calumnian al contrario.
La propaganda, las técnicas agresivas de mercado y el poder de sus medios no explican, sin embargo, por sí solos el enorme éxito de público y de ventas que han tenido algunos de esos libros sobre los orígenes, mitos y crímenes de la Guerra Civil, un éxito nunca alcanzado por los historiadores profesionales. Lo que prueba ese éxito es que quedan todavía en España muchas personas agradecidas a Franco y a su dictadura, por su posición social, por sus creencias religiosas o compromisos ideológicos, por sus vínculos familiares con las víctimas de la violencia revolucionaria, que obtuvieron enormes beneficios, materiales y espirituales, de ese largo dominio y que, por supuesto, nunca sufrieron persecución alguna. Se habían acomodado ya a la democracia, habían acomodado su memoria a los nuevos tiempos, y de repente, como si de una nueva conspiración judeo-masónica se tratara, unos cuantos libros de historia sobre la violencia militar y falangista bendecida por la Iglesia católica, algunos documentales y la búsqueda de fosas comunes con los restos de los asesinados por el franquismo les han recordado su pasado y a los verdugos, que en paz estaban. Por eso quieren leer y escuchar la otra historia, la que ellos siempre habían conocido: que Franco y su dictadura resultaron beneficiosos para España, porque la libraron de algo mucho peor, la tiranía roja, y porque, al fin y al cabo, después del castigo normal por aquella guerra provocada por los republicanos, lo que trajeron fue desarrollo, modernización, carreteras y pantanos.
Da igual que historiadores, economistas y sociólogos presenten sólidas y rigurosas pruebas de lo contrario, de que la Guerra Civil la provocó un violento golpe de Estado contra la República y de que esa guerra y la posterior dictadura fueron desastrosas para nuestra historia y para nuestra convivencia. No se trata, para esos nuevos propagandistas, de explicar la historia, sino de cómo enfrentar la memoria de los unos a la de los otros, dos diferentes pasados de nuevo, dos formas de razonar sobre él, recordando unas cosas y olvidando otras, sacando a pasear otra vez las verdades franquistas, que son, como los mejores especialistas sobre ese periodo han demostrado, grandes mentiras históricas.
La mayoría de los historiadores profesionales, que ofrecen contribuciones positivas y contrastadas a los debates sobre ese traumático pasado, que estimulan nuevas investigaciones y llevan sus enseñanzas a las aulas y a congresos científicos, no parecen interesados en gastar energías en la crítica a esas nuevas versiones franquistas de la historia, algo que ya se hizo con quienes las construyeron por primera vez: Joaquín Arrarás, Ramón Salas Larrazábal o Ricardo de la Cierva. Habrá que pensar en ello, no obstante, porque la mentira sin respuesta se convierte en una forma simple de manipulación. Y hay dos maneras de evitarlo: utilizar el trabajo de acreditados historiadores para combatir la propaganda y confiar en el estudio riguroso de la historia para comprender mejor el mundo humano. Aunque sigamos por un tiempo rodeados de mentiras convincentes.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
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