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El referéndum y la falsa seducción

Francisco J. Laporta

Recién aprobado el texto constitucional americano mediante el que se creaba la unión que daba nacimiento a los Estados Unidos, se escuchó la voz de Madison respecto de un tema que hoy nos tiene atareados en Europa. Decía así: "Entre las numerosas ventajas que promete una unión bien construida, ninguna merece ser más cuidadosamente desarrollada que su tendencia a romper y controlar la violencia de la facción". Madison entendía por facción cualquier grupo de individuos que, guiados por un interés o un "impulso común de pasión", actuaran ignorando los derechos de los demás o el interés común. Era muy consciente de que las causas a partir de las cuales nacían las facciones eran imposibles de erradicar sin atentar contra principios básicos del ideal republicano, pero sus efectos podían ser neutralizados con la articulación de un gobierno representativo. Por ello llegó a la conclusión de que "una democracia pura", es decir, un grupo de ciudadanos que se reúnen y administran el gobierno en persona, "no admiten cura alguna para los males de la facción". La cura que propugnaba era la de extender el ámbito territorial del gobierno, de forma que los diferentes intereses en presencia se diversificaran y multiplicaran, y delegar las tareas de decisión a una minoría representativa, porque "puede muy bien suceder que la voz pública, emanada de los representantes del pueblo, sea más consonante con el bien público que si fuera emanada del pueblo mismo convocado a tal propósito".

Estas prudentes advertencias fueron desoídas tan pronto se impuso en la tradición política la versión más simplista de la llamada "voluntad general" a partir de la Revolución Francesa. Dicha versión suponía que la más depurada expresión de esa voluntad, y con ella del querer del pueblo, era la consulta directa. Rousseau se había traído la idea de las tranquilas aguas de los cantones suizos, pero cuando se aplicó a Francia el resultado fue sorprendente. Vale la pena recordar lo que sucedió en el estreno de tal procedimiento en aquellos años turbulentos: en 1793, aprobación de la Constitución jacobina por el 98% del pueblo; en 1795, aprobación de la Constitución antijacobina por el 97% del mismo pueblo; en 1799, aprobación de una Constitución todavía más conservadora por un porcentaje aún mayor (se dice que sólo 1.562 ciudadanos de tres millones votaron en contra), y como colofón, en 1802, un plebiscito triunfal lleva a Napoleón Bonaparte al consulado vitalicio y acaba con la Revolución.

Con esto debería haber bastado para que la idea del referéndum perdiera todo su atractivo, y así fue en gran medida a lo largo del siglo XIX. También en Francia. Nuestro mejor constitucionalista de entonces, Adolfo Posada, lo tenía por "una gran superstición", "una ficción política que descansa en un supuesto falso". Sin embargo, con la llegada de la llamada democracia de masas, y la profunda crisis del parlamentarismo de comienzos del siglo XX, renació de sus propias cenizas, y la gran superstición y la ficción política, que no es otra cosa que la sugestión de que a través del referéndum "el pueblo habla", recobraron su fuerza. Hasta el punto de que los grandes tiranos europeos se apresuraron a incorporarlo a su utillaje político para disfrazar de democracia sus tinglados autoritarios.

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Nosotros hemos acabado por heredarlo de algunas constituciones de posguerra, y nos hemos dejado seducir también por su pretendido valor democratizador. Parecemos haber olvidado lo trufado que ha estado siempre de populismo. No por casualidad, el más aguerrido defensor de ese procedimiento en la elaboración de la Constitución fue don Manuel Fraga Iribarne, experto muñidor de consultas para el régimen anterior, que llegó a incluir en las discusiones constitucionales un artículo según el cual podían someterse a referéndum cualesquiera leyes ya aprobadas por las Cortes que todavía no hubieran sido sancionadas por el Rey, siendo vinculante el resultado de tal referéndum (era el artículo 85 del anteproyecto). Como se impuso el sentido común, Fraga se lamentaba amargamente de que no hubiéramos ido a una "democracia semidirecta", que era la que a él le gustaba. Seguramente porque las democracias semidirectas suelen acabar en semidictaduras.

Lo que más me sorprende, por ello, es que sigamos fascinados por el falso brillo democrático de esa institución mientras en otras cuestiones parecidas hemos desarrollado un agudo sentido crítico. Hay, por ejemplo, entre nosotros una extendida actitud contra la deriva presidencialista que están tomando todas las elecciones como un efecto perverso de la combinación de la estructura rígida de los partidos y la democracia mediática. Esa crítica es bastante razonable: cualquier elección general degenera en un plebiscito sobre un nombre o una cara, y eso es un mal que hay que corregir. Pero lo que no se entiende es que muchos de los que comparten esa crítica sean, sin embargo, partidarios del referéndum y las consultas populares, cuando las mismas o peores cosas suceden en ellos.

Si nos ponemos a analizar los recientes acontecimientos de Francia u Holanda, o lo que antes sucedió en Dinamarca, respecto de la Unión Europea, veremos las cosas más claras. De lo primero que hay que prescindir para examinarlos es de ese lenguaje ampuloso y metafórico: "El pueblo ha hablado"; "los franceses se rebelan"; "España ha dado un sí rotundo". Esa distorsión argumental mediante la que se torna el cuerpo electoral en un todo viviente que habla, quiere y decide es lo que nos lleva directamente a la seducción engañosa. Un referéndum no es más que el sometimiento de una cuestión a cada uno de los miembros individuales de un cuerpo electoral. Si la cuestión es clara (pena de muerte sí o no, Chirac sí o no, por ejemplo) es un buen método para saber no lo que piensa el pueblo o lo que piensa Francia sino lo que piensa sobre esa cuestión la mayoría de quienes tienen derecho de voto o la mayoría de los franceses adultos. Y aquí se acaban las virtudes del referéndum.

Cuando lo que se somete a una consulta semejante es una cuestión compleja, como el contenido de un texto constitucional o de un tratado como el de la Unión Europea, los efluvios democráticos parecen persistir, pero detrás de ellos está el caos de las facciones y las pasiones, las aguas preferidas del oportunista y el demagogo. En una sociedad compleja, los intereses son muy plurales y diferenciados y se articulan y componenen formas extremadamente variadas y caprichosas. Y a la hora de quejarse las cosas suceden igual. Como decía Unamuno ante los lamentos del 98, todos se quejan, pero unos se quejan de unas cosas y otros de otras. Y no es infrecuente que se den incluso quejas incompatibles. Pues bien, la perversión de un referéndum de esta naturaleza es que la única manera que tienen todos de emitir su queja es la misma: decir que no, y se pretende estúpidamente que ese no es una suerte de composición o síntesis de todas las quejas en presencia. Esto, sencillamente, no es así. Se trata simplemente de un método erróneo de agregar tales intereses o quejas y de articular con ellas una decisión colectiva. Porque, como hemos visto, unos dicen no a Chirac (muchos, por cierto, de los que tuvieron que ir a votarle cuando se embarcaron en aquella aguda estrategia de castigar a Jospin), otros dicen no a Turquía, otros no a la subida de precios, otros no a los inmigrantes, otros no al paro, otros no a Europa, pero sí a la economía de mercado; otros sí a Europa, pero no a la economía de mercado, y así hasta componer un mosaico heterogéneo e imposible de ensamblar. No hay por ello nada que nos permita suponer que están de acuerdo entre sí. De hecho, no es aventurado pensar que, votadas una a una las diferentes posiciones del no, todas hubieran salido derrotadas en un referéndum. Lo que las hace triunfar es precisamente la posibilidad de contarse juntas, ya sean churras, ya merinas.

Todo ello tiene que llevarnos a la conclusión de que el referéndum no sirve para estas cosas. Que no hay pueblo al que consultar, ni Francias u Holandas que quieran, no quieran, se pronuncien, nieguen, detesten, se alejen, ni ninguna de esas desafortunadas metáforas con las que seguimos manteniendo el halo y la seducción de la consulta directa. Como si fuera muy democrático, serio y confiable el procedimiento de meter en el saco del o del no toda la heterogénea, difícil y contradictoria vida de convicciones, intereses y pasiones de nuestras actuales sociedades. Muchos se preguntan ahora qué es lo que debe hacer Europa. Aquí aporto una idea sencilla: olvidar el referéndum para construir la Unión. Si el momento es tan delicado e importante, y se quiere seguir consultando al pueblo, lo más democrático y menos manipulable sería convocar elecciones al Parlamento Europeo con el encargo especial de que se tome una decisión sobre el futuro de la Constitución, y se busque un procedimiento para aprobar un nuevo texto que sería ratificado por los parlamentos nacionales. Decir, pues, adiós a una manera errónea de contar con la gente y de contar a la gente. Y no se me diga que quiero "matar al mensajero", porque lo que afirmo precisamente es que mediante el referéndum obtenemos un mensaje indescifrable, es decir, un mensaje que no podemos entender, y ésa es la razón por la que ahora no sabemos qué hacer, y en cuanto al mensajero, si se trata de eso que llamamos coloquialmente el pueblo, me parece que es una entidad misteriosa que habita en nuestro lenguaje mucho más que en la realidad, que es donde deberíamos estar mirando.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM.

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